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Canal del Dique: algo se sabía

Humberto de la Calle
16 de enero de 2011 - 06:00 a. m.

NO HAY QUE CAER EN EL DETESTA- ble oficio de Casandra del pasado. Esos tipos que siempre buscan responsabilidades retorcidas y artificiosas, se comportan como madres regañonas que a toda hora repiten: ¡te lo advertí!

Pero la tragedia del Canal del Dique hunde sus raíces en el pasado. Eso de desafiar la naturaleza, y el agua en particular, tiene riesgos inmensos y exige planificación previa y control permanente. Algo a lo que no hemos sido muy dados.

Una vieja lectura llegó a mi memoria, para darle fundamento a esta afirmación. Una joya publicada en 1862, Viajes de un colombiano en Europa, escrita por José María Samper, regresa, si no con un dedo acusador, al menos sí como una lección que no debemos desoír:

“El 7 de febrero a las doce de la mañana mi bote estaba preparado, y partí con mi familia del puerto de Calamar para descender el Canal del Dique (…) A pocos metros de distancia del puerto está, sobre la margen izquierda del Magdalena, la boca del canal, abierta más bien por el empuje natural de las aguas que por el esfuerzo de los ingenieros; pero al dejar el gran río, lo primero que se ve en el Dique es el casco despedazado del vapor Calamar, el único que había navegado allí, y los escombros de una compuerta derrumbada a causa de la debilidad del cimiento deleznable. Donde la mano del hombre ha intervenido se ve, pues, el abandono, se ve patente la inconstancia que preside a todos los esfuerzos industriales del hispano-colombiano. Grandes sumas se han invertido en la apertura de este canal; bellas y legítimas esperanzas se fundaron en la obra, y sin embargo, lo que queda es un montón de ruinas y una vía de navegación embarazosa y llena de torturas para el viajero (…) De repente la bóveda se acaba y el canal se confunde en una ciénaga de majestuosa y melancólica hermosura. Allí se tropieza con los escombros de otra compuerta de mampostería, y una gran máquina para limpiar las ciénagas y canalizarlas levanta su roja chimenea por entre las altas gramíneas”.

Ojalá la tragedia que vivimos sirva para formar una sociedad más previsiva, más preparada para medir y administrar riesgos.

Ya se sabe que nuestro débil esquema en materia de responsabilidad extracontractual es apenas la cara jurídica de algo mucho más profundo: una cierta dejadez determinista, un cierto sentido de que las cosas ocurren siempre a consecuencia de designios impenetrables y, como en otras esferas de la vida comunitaria, la idea de que hay un dios abrahámico, un viejo de largas y blancas barbas, que todo lo rige y que, por tanto, ante cada muerte evitable, simplemente decimos en medio del lamento: Dios lo llamó, Dios se lo llevó. Y de cara a la tragedia, la primera reacción es aferrarse a una divinidad todopoderosa, dejando de lado la industria humana, el esfuerzo personal, el ahorro y la prevención.

Claro que hay sufrimiento en esta tierra, pero la creencia de que hay que soportar este “valle de lágrimas” en medio de la resignación, a la espera de una vida eterna en la tierra prometida, más allá de sus connotaciones religiosas, que son respetables, constituye un verdadero lastre para el desarrollo de una sociedad, para su enriquecimiento y para la puesta en marcha de una política seria de previsión y responsabilidad.

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