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Capote

Juan David Ochoa
04 de octubre de 2014 - 03:00 a. m.

Como su entorno lo pedía, a gritos y con el hambre de los grandes estrépitos, Capote emergió de la cultura norteamericana que empezaba a desahogarse en el ruido y en la hiperactividad de las catarsis.

Eran los mismos años en que Warhol surgía también con sus destellos de luz y su vanguardia de colores para abrirle los portones a la modernidad, los mismos años en que la estética femenina del siglo concentraba sus focos en el cuerpo de Marilyn, los mismos en que el poder se pavoneaba por primera vez con ínfulas de estilo y clase frente al amarillismo hasta los límites de verse acribillado en vivo por las balas de Oswald. Eran los tiempos de los excesos predeterminados en una especie de fría venganza contra las décadas de la marginación que los republicanos habían dirigido con sus ejércitos disfrazados de verdugos blancos para masacrar a los impúdicos.

Esa era la impudicia que alimentaba Truman cada vez que las cámaras se enfocaban en él. Su voz de silbato y su gestualidad liberada de todos los miedos incrementaban su show cuando sabía que su ingenio estaba en el centro de las atenciones. Podía estallar en sus arranques de emotividad y revelar los secretos profundos del Jet Set en tres minutos, sin preámbulos. Podía aterrar un público entero con su liberación sexual no tan predecible en esas décadas. Su fama ya tronaba en todos los ángulos de los Estados por la gracia de su novela top que inauguró la nueva era del periodismo, “A Sangre Fría”, que describía con las minucias del tiempo y los detalles el célebre crimen de Kansas en el que los célebres también por el relato y la leyenda, Richard Eugene y Perry Smith, acribillaron sin sentido a una familia en una sevicia gélida. Historia que persiguió Capote hasta los últimos sucesos del juicio mientras los asesinos dormían en sus celdas y los recibían al final como un amigo íntimo; el mismo amigo íntimo de Marlon Brando, Louis Armstrong o Charles Chaplin, a quienes hurgó en la intimidad de la confianza los últimos secretos para publicarlos después sin nerviosismo en los reportajes que le acarrearían el odio y el descrédito entre sus círculos sagrados.

Pero en un tiempo atrás de ese espectáculo del dandi insoportable estaba el escritor de cuentos que a los 19 años retrataba con las sutilezas de una sensibilidad inusual y una profundidad psicológica de espanto la imagen de “Miriam”; un espectro ya mítico en la historia de la narrativa moderna, y con el cual sobrepasó por primera vez en los medios alzándose con el prestigioso premio O`Henry y con su primera publicación en la revista Mademoiselle. Era el joven cuentista de “El Invitado del día de acción de gracias” en que retrata su infancia y su única relación emparentada en la pureza con su tia Sook, adaptando a la historia la crueldad de un preadolescente desadaptado que trasciende todas las atmósferas humanas. Sus cuentos, en los años iniciales del showman que después opacaría las pulsiones del escritor serio que era, son verdaderos hitos de búsquedas humanas en los abismos de la angustia o del absurdo que la postmodernidad sigue enmarcando con sus vestigios horribles.

Se cumplen noventa años de su nacimiento. Su obra, sus cuentos, siguen narrando la trascendencia de los hombres y la sugestiva zozobra cuando ha sido trazado por la prosa sensible del atrevimiento. Su otro atrevimiento sensual lo interrumpió con una sobredosis letal de barbitúricos mientras dejaba que su lengua se hipnotizara a sí misma en el último monólogo de su insolencia.

 

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