Cárcel

Alfredo Molano Bravo
17 de abril de 2011 - 01:00 a. m.

LA CÁRCEL ES EL ESPEJO DE UN RÉgimen político. Ella esconde las esencias más sórdidas que la sociedad no se atreve a confesar, ni siquiera a mirar; las encarcela para no verlas; brinca cuando le son descubiertas.

En la cárcel nada se resocializa como pretenden los legisladores porque lo que allí se vive es lo que vive una sociedad. Las cárceles del país son el país mismo: las dirige un cuerpo de funcionarios corrompidos o corruptibles, el tráfico de favores es la moneda de cada día; los privilegios se venden al mejor postor, al más poderoso. De muros para adentro las clases sociales, sus enfrentamientos y formas de subordinación son las mismas que existen afuera. Se negocia con todo y todo negocio está protegido por la ley del más fuerte y por el “uso de la fuerza”, que esa ley legitima. Quien la desconoce, muere. Punto. El sapo en una cárcel es un traidor y tiene el mismo trato que tiene en las calles un terrorista. La cárcel mueve miles de millones que circulan fuera. Más aún, las calles son una prolongación de las canas. Los ricos y poderosos ocupan las celdas menos sórdidas —barrios residenciales—; no trabajan en nada, son verdaderos parásitos que viven de mandar y de esa fuente derivan sus capitales. Monopolizan los vínculos con los guardianes que obedecen a sus caprichos e intereses. Las clases medias son empleadas y satelizadas por los poderosos. Duermen en celdas con otros de su clase y defienden esa identidad a muerte. No aceptan mingas en sus áreas. Muchos trabajan en los talleres y redimen honradamente sus penas con el sudor de su frente; otros se descubren la vena artística y pintan, hacen teatro, escriben memorias o cuentos. Deambulan. Otros son estafetas de confianza de los duros de arriba. Y los pobres, pobres son: limpian los excusados, tienden camas, preparan la comida de sus patrones; los más peligrosos, los que pagan crímenes de lesa humanidad, y saben manejar la motosierra, son los guardaespaldas, pistolos o quiñadores de los que mandan. En los pabellones de estratos 5 y 6 la densidad es baja: suites, que inclusive construyen de su peculio; los estratos 4 y 3 viven amontonados en celdas. Los estratos 1 y 2 duermen unos encima de otros en escaleras, pasillos, baños, y cada metro de estos sitios es defendido a cuchillo. Los de arriba comen en sus restaurantes privados, los del medio en los caspetes, y los de abajo en los evaristos, o comedores oficiales. En las cárceles del Estado rige, como afuera, la pena de muerte ilegal. Hay cementerios secretos en cualquier piso, en cualquier patio, como en Putumayo, como en San Onofre.

Todo esto fue denunciado en su momento por la Corte Constitucional y por la Defensoría. El Gobierno tomó nota obligada y se la pasó a los gringos como proyecto de ayuda. Y los gringos, ni cortos ni perezosos, aceptaron, y adaptaron el proyecto a sus propios intereses y métodos de castigo. Se construyeron cárceles de máxima seguridad que debieron costar millones de millones, que incluían —¡cómo no!— una refinada tecnología de tortura; la usada con los árabes en Cuba o en las cárceles secretas en Europa: aislar del medio ambiente y del medio social a los reclusos. Obligarlos a vivir en una campana neumática para descomponer y anular con calculado sadismo la personalidad del recluso hasta convertirlo en un ente. Evidencia de la misma tesis: la cana es el reflejo del régimen. No obstante, nuestra idiosincrasia modificó el modelo y lo adaptó, según su conveniencia: la campana para los de abajo y el mango para los de arriba.

Sucede lo mismo en el país del Sagrado Corazón con las cárceles militares: son el reflejo de su régimen. O de su fuero. Las distinciones estamentales se conservan en los recintos llamados cárceles. Hay de primera y de segunda: a los soldaditos que se duermen en la guardia los llevan a pagar en un sitio cerrado, a pan y agua; a los que han cometido crímenes —de lesa humanidad— que deshonran el uniforme, les dan cuartel por cárcel con todas las comodidades y refinamientos de los casinos. Frente a las protestas de la llamada sociedad civil, los militares se alzan de hombros y responden lo de siempre: eso pasó, fue excepcional, somos gente de honor. No podemos mezclarnos con los civiles. El honor, según esta manera particular de mirar, se defiende con privilegios, con los mismos privilegios que se les otorga para vivir en guerra. O de la guerra.
 

 

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