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Carlos Fuentes a carcajadas

Juan Gabriel Vásquez
16 de mayo de 2013 - 11:15 p. m.

La historia me la contó Silvia Lemus, la esposa de Carlos Fuentes. A comienzos de los 70, cuando Fuentes era embajador en París, Silvia había querido entrevistar al dramaturgo Eugène Ionesco para su programa de televisión.

Tras muchos esfuerzos, consiguió que el hombre aceptara; pero Ionesco explicó que su casa estaba en obras, y los dos acabaron conviniendo que tal vez era mejor llevar la entrevista a cabo en la residencia de la Embajada. Allí llegó el dramaturgo, razonablemente puntual; quienes no resultaron tan puntuales, sin embargo, fueron los camarógrafos. Tras 15 minutos de retraso, a Silvia le pareció de justicia ofrecerle a su entrevistado algo de beber. Ionesco aceptó un whisky. Tras media hora, pidió otro. Cuando iba por el tercero, timbró el teléfono de la Embajada. Era la mujer de Ionesco, entre enfadada e inquieta, que quería confirmar dónde andaba su marido, asegurarse de que estuviera bien y hacerle una petición a Silvia: “Sobre todo, madame Fuentes, no le dé whisky, que lo pone muy raro”.

Ya era tarde. Bajo la influencia de los tres tragos, Ionesco había comenzado a comportarse como un poseso. “Madame, creo que voy a matar a su marido”, anunció. Empezó a buscar a Fuentes por el salón: debajo de las mesas, tras los sofás, levantando la alfombra. Aquello duró demasiado tiempo. Al final Fuentes, que había seguido desde el otro lado de la puerta aquella encarnación en la vida real del teatro del absurdo, terminó saliendo de su despacho y enfrentando los impredecibles impulsos homicidas del autor de La cantante calva. Tuvo que ejercer sobre él todo su talento diplomático, su conversación brillante y su carisma de Clark Gable mientras esperaba a que menguara el efecto del alcohol. La fiera acabó apaciguada y la entrevista pudo realizarse, pero Silvia recordaría para siempre el momento en que preguntó al enajenado Ionesco por qué quería matar a Fuentes. Ionesco le contestó: “¿Por qué iba a ser? Para casarme con usted”.

Escribo esto en la mañana del día 15, primer aniversario de la muerte de Fuentes, y me doy cuenta de que la anécdota no revela nada en especial acerca de él: ni su generosidad sin límites, ni su energía sobrenatural, ni su elegancia, ni esa autoridad que ejercía con tan buenas maneras. Pero sé que el relato de Silvia Lemus no se me va a olvidar nunca, y sé que eso se deberá tanto a la anécdota misma como al recuerdo de Carlos Fuentes sentado junto a su esposa, escuchando su versión sin duda distorsionada y riendo a carcajadas. Nunca volví a verlo reír así. Nos encontramos dos veces más, y luego la noticia de su muerte me llegó a Barcelona.

Días después, cuando ya el ruido de los obituarios había quedado atrás, timbraron a mi puerta. Un mensajero me entregó una carta de invitación a un encuentro de Ciudad de México, lo cual no hubiera tenido nada de particular si no la hubiera acompañado una nota manuscrita en que Fuentes me decía: “Espero que puedas asistir”. Y luego: “Un abrazo”. Y luego su firma. Fuentes había escrito esas palabras muchos meses atrás, pero yo no pude recibirlas sin sentir la brusca ilusión de que su autor estaba vivo. En ese instante, por primera vez desde su muerte, me golpeó verdaderamente la realidad insolente de su ausencia. Un año después, sigo sin acostumbrarme del todo a ella.

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