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Carlos Gaviria

Juan David Ochoa
04 de abril de 2015 - 03:00 a. m.

PARECE UNA COMEDIA NEGRA, UN ensayo de un fatalismo agudo y con gracia. Justo en el intervalo más oscuro de la Corte Suprema de Justicia, y en el tiempo más frágil de la credibilidad ante la lógica y la racionalidad de los responsables solemnes del equilibrio jurídico, muere en el país de los abismos retóricos el exmagistrado y el defensor rotundo de esos mismos bastiones de la seguridad y la confianza que hicieron siempre gala por su ausencia: la lógica y la razón.

Ha muerto en silencio, sin alcanzar a discernir las dimensiones enormes de una corte prostituida entre tajadas celestiales y fallos mezquinos, pero ha muerto sospechando que el retroceso de esa era de vigor racional y de lógica humanista que heredó de las páginas de Spengler y de los nombres de la ilustración estaba explícitamente en retroceso desde el mismo tiempo en que un alumno suyo, vulgar y arbitrario (otra ironía fatal), se tomó el poder con la blenorragia de un arriero de insultos, y unificó las instituciones y los poderes en una sola oración de cólera cristiana y resentida.

Por eso debía sospechar también que los alcances en el tiempo de esa cabalgata de enfermedad y sangre iban a llegar a la suprema corte con sus alfiles elegidos y sus leyes de mafia atrabiliaria. No debió golpearlo con tanta sorpresa entonces el escándalo del tinterillo Pretelt cuando abrió su toga de magistrado intocable y reveló los grises de su bajeza, negándose a renunciar desde la posición de un hombre digno y amenazando con hacer volar toda la institucionalidad si su nombre se veía denigrado entre la misma justicia.

Debía imaginar Carlos Gaviria desde los fondos de su sensatez que esa ensoñada época de racionalidad moderna estaba verdaderamente lejana y demasiado ajena para alcanzar a verla con sus efectos pragmáticos antes de su muerte. Todavía estaba allí, desde el púlpito de la Procuraduría, el abad Ordóñez irradiando incienso, impartiendo la moral precopernicana del martirio y excomulgando brujas y paganos de su sacro Estado ofrecido a las órdenes del Opus Dei. Todavía estaba allí el rostro bicéfalo del Estado-Católico pensando como bastardo de la trinidad y no como el engranaje de ciudadanos entre el papel evidenciado del laicismo que se firmó en la entelequia de la última constituyente. Sabía que era demasiado pronto para hablar de dignidades autónomas sin las supervisiones del paternalismo estatal, pero lo hizo, habló de eutanasia y aborto y matrimonio gay, y con los empujes de una razón demasiado anacrónica para el contexto, demasiado alejada de la caverna de las sombras en donde aún se debatía el reconocimiento de la diversidad, lo que en los tiempos de Voltaire ya era impúdicamente obvio.

Ha muerto la antítesis del oscurantismo en Colombia cuando aún era de noche. Si hay decencia en el pronto futuro su nombre tendrá la reivindicación y la gracia de todas sus sentencias.

 

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