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Cees Nooteboom: el viajero y su música

William Ospina
08 de marzo de 2014 - 03:56 p. m.

(Presentación del poeta holandés en la Casa de Poesía Silva)

Esta es la edad de los viajeros. Cada día recorren el mundo, en todas direcciones, enjambres de seres humanos que buscan tierras lejanas. Dicen que a cada hora del día hay en el aire un país flotante, un país de millones de personas que viajan.

Llevan todo el tiempo en las manos los ingeniosos instrumentos con que creemos detener y eternizar momentos y lugares. A menudo pasan más tiempo mirando sus cámaras que mirando el paisaje, y al regreso comparten con sus amigos lo que la luz salvó del olvido. Pero las fotografías de nuestro próximo viaje sin duda ya fueron tomadas.

Aquí estamos ante un viajero muy distinto, uno de los más extraños que haya producido esta época. Alguien que vive minuciosamente la experiencia de los reinos que recorre, y que sabe registrarla de una manera mucho más compleja. Él no le dice adiós a todo eso que visita y conoce: convierte sus viajes en relatos fascinantes, donde están los lugares, los climas, las gentes, los acontecimientos, y cosas más invisibles: las emociones, los sueños y los pensamientos que esos viajes despiertan en él.

Cees Nooteboom lleva a los lectores consigo. Abrir sus libros es estar con él, ante este fresco de Tiépolo en un palacio alemán, ante ese templo de Venecia, en ese restaurante en París, en aquella feria española con comparsas brutales y toros mitológicos, a orillas del Amazonas ante un pez antiquísimo, viendo en el fondo del Mediterráneo la Posidonia oceánica, o visitando entre los gatos la tumba de Shelley y Trelawny, a la sombra de la pirámide de Cestio, en un cementerio de Roma.

El género de los relatos de viajes es antiguo y venerable: es el género de Marco Polo y de sir John de Mandeville, de los cronistas de Indias, de sir Richard Francis Burton, de Humboldt y de Lafcadio Hearn. Pero uno de los inventores de este género en que se complace Cees Nooteboom fue otro poeta viajero, Lord Byron, cuyo poema Childe Harold’s Pilgrimage no se limitó a describir países, bosques, ciudades, castillos y tabernas, a recrear personajes y conflictos, sino que dejó en las páginas también sus emociones, su imaginación y sus pensamientos.

La mayor parte de los viajeros pierden el viaje: olvidan lo visto, conservan apenas borrosas estampas. Estos viajeros mágicos salvan miles de datos preciosos que otros habrían olvidado, conservan vivos en el lenguaje los matices de los atardeceres, los detalles preciosos que les deparó el azar por los caminos. Y cuando los poetas son tan delicados, tan observadores y tan pensativos como Cees Nooteboom, no salvan esos recuerdos para sí mismos sino que le regalan a la humanidad su experiencia de sensibilidad, de lucidez y de gratitud.

Ahora bien, Cees Nooteboom no es sólo un viajero en el sentido espacial del término. Recorre en trenes, en aviones, en barcos, en automóviles y a paso lento todas las latitudes y las geografías, pero también emprende sin tregua viajes al pasado, al mundo de los sueños y al mundo del arte. Hay quienes viajan para distraerse, para no pensar: Cees es un pensamiento viajero. Su manera de descansar es cambiar de tema, vivir otras culturas, interrogar otras aventuras estéticas, captar nuevos matices de la realidad.

Bien se ha dicho que hay otros mundos pero que están en éste. Para agradecer por las cosas del mundo que más lo conmovían, Borges escribió: “Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo”.

Cees Nooteboom se interna por la inagotable selva del mundo buscando paladearlo todo: árboles y nubes, barriadas y estrellas, convulsiones de la carne y estremecimientos del arte. No tiene la pasión de enumerar sino más bien de aislar y sentir cada cosa, como un Whitman que quisiera detenerse en cada hoja de hierba, en cada trazo de Tiépolo, en cada penumbra de Rembrandt, en cada cuervo que vuela sobre las tumbas.

Examina cada hueso del gran leviatán con la mirada atenta de Leonardo o de Paul Valéry, y no parece tener urgencia en sacar conclusiones. Tiene la misteriosa virtud de no arrojar toda la luz sobre las conclusiones. A veces el verdadero hallazgo, la verdadera sorpresa que le deparan sus búsquedas, los deja como al margen del texto, en una frase que parece casual, para que sólo el lector atento descubra dónde encontró el viajero la almendra del viaje, la criatura que rige el laberinto.

Leerlo es un deleite. Leerlo es también viajar, pero de una manera tan novedosa, tan copiosa y tan serena, que uno a veces se sorprende de que Cees Nooteboom no viva el agobio de tantas cosas que en los viajes dificultan la concentración, abruman los sentidos, confunden el pensamiento y frustran el placer.

Nos decimos que acaso su larga experiencia de viajero le ha enseñado a esquivar los contratiempos y a eludir el caos. Pero muchos dicen que Cees en realidad es un monje, que ha encontrado un tiempo interior tan pausado que le permite ver y sentir sin que nada venga a estorbar la visión. Que aunque viaja sin tregua, algo en él permanece inmóvil, sintiendo cada cosa en su eternidad.

La verdad es que para este monje casi oriental no hay contratiempos: todo lo que ocurre encuentra su lugar en el viaje y su importancia en el relato. Sabe que todo lo que creemos casual o intrascendente, en realidad obedece a un diseño, ha sido trazado por algo o por alguien, y que tal vez nosotros no somos viajeros casuales por el mundo, sino ejecutantes misteriosos de una música prefijada.

 

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