Chávez y el kitsch totalitario

Piedad Bonnett
16 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Según el General José Ornella, jefe de la guardia presidencial de Venezuela, las últimas palabras de Chávez fueron: “Yo no quiero morir, por favor no me dejen morir”.

Palabras muy humanas en boca de un hombre que se encargó de construirse como mito. Ahora, después de su muerte, sus herederos políticos acuden a lo que sea para garantizar que ese mito sea eterno, incluso a la idea embalsamarlo, desoyendo la voluntad explícita del mismo Chávez.

El embalsamamiento de un líder “para que pueda ser visto eternamente” puede incluirse dentro de la estética de lo kitsch, un término complejo que puede traducirse como cursi o de mal gusto, pero que es mucho más que eso. Kitsch son las figuras del museo de cera, o los muebles estilo Luis XV en una casa de clase media, o una quinceañera vestida de Barbie al lado de un pastel rosa de tres pisos. Lo kitsch se asocia con imitación barata y mal gusto. Pero hay otra forma del kitsch, que Kundera llama kitsch totalitario y que se manifiesta tanto en la propaganda política como en las actitudes de los regímenes que manipulan tanto la historia como el arte. El ejemplo más claro de esa manipulación sería el realismo socialista, ese arte tan cercano a veces a la caricatura, solemne y cargado de mensajes, que exalta al campesino, al obrero y a la revolución misma a partir de una idealización sentimental y muchas veces mentirosa. Nacido en Rusia cuando Stalin lanzó un decreto de reconstrucción de las artes que intentaba reemplazar el arte “reaccionario” y “burgués”, por un arte “comprensible y didáctico” se impuso también en la Alemania de Hitler, en la China de Mao, y en otros regímenes autoritarios interesados en el culto a la personalidad de sus líderes, porque muchas veces los extremos se juntan.

Al kitsch totalitario le interesa la eficacia, y por tanto muestra el mundo en blanco y negro, y para acabar de ajustar, es moralista. Hoy en día cualquiera puede comprar en Rusia unas magníficas reproducciones de los afiches de propaganda de las épocas revolucionarias, donde se puede ver hombres limpios y apuestos que rechazan con gesto enérgico una copa de licor o muchachas tan sanas que parecen alimentadas con leche que miran con horror a otras que van de juerga con una botella en la mano. Como el arte kitsch (o camp) es tan horrible que es bello, como dijo Susang Sontang, hay quienes, divertidos, lo coleccionan.

También la Venezuela de Chávez se ha valido de la estética kitsch para seducir a las masas y, sobre todo, para alimentar el culto a la personalidad. Se manifiesta en las desmesuradas imágenes de sus muros, en la reconstrucción forzada del rostro de Bolívar, en los zapatos bolivarianos adornados con la imagen del comandante, en las arengas desmesuradas, en la exaltada visión maniquea, en el sentimentalismo patriótico y hasta en el gesto anacrónico que hizo que Chávez le regalara a Obama Las venas abiertas de América latina. Y lo habría estado en su máximo esplendor, si hubieran reaccionado a tiempo, en el cuerpo del carismático Chávez inyectado de químicos y revestido de una capa de maquillaje.

 

 

 

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