Ciego toda la vida a todo eso

William Ospina
04 de enero de 2014 - 10:00 p. m.

Hay personas que piensan que la mejor manera de celebrar la modernidad es no criticarla.

Curiosa actitud, porque si algo ha hecho posible el avance relativo de la humanidad es el espíritu crítico de los insatisfechos, de los siempre vigilantes, que saben que nuestra condición humana está llena de virtudes, pero también de riesgos, y que lo peor es entregarse sin prudencia a las inercias de la historia.

Todo poder abandonado a su vanidad y a sus impulsos termina embelesado consigo mismo. La historia, que algunos ven como un ineluctable avance hacia mejor, como un relato de mejoramiento y progreso, ha sido a menudo una cadena de atrocidades, aquí y allá contrariada por algunos destellos de nobleza, de inteligencia y de gracia.

Voltaire escribió que la humanidad sólo mira con respeto y con gratitud aquellos momentos en que, a pesar de las discordias de los príncipes y del fanatismo de los sacerdotes, el espíritu humano floreció y las artes alzaron su canto. Dedicó la vida entera a combatir las arbitrariedades de la aristocracia y a hacer una severa crítica de las costumbres. Su obra Cándido, un inventario de calamidades y catástrofes, fue hecha no tanto para demostrar que el mundo es un infierno cuanto para combatir la tesis beata de Leibniz de que todo aquí es felicidad y perfección. Ya en el siglo XVIII había quien declarara que este mundo había llegado a niveles de progreso abrumadores, pero poco después la Revolución Francesa demostró que algunos no compartían ese entusiasmo.

Desde entonces prosperó la saludable tradición de que los intelectuales fueran críticos del orden social, y contradictores de la tesis empresarial de que el mundo es una mera fiesta para la pasividad y el consumo. El único tono que funciona en la publicidad es el del optimismo rosa: todo es progreso, todo está bien, nunca estuvimos mejor, y la humanidad está en espléndidas manos.

Ese discurso interesado admite prueba en contrario, y no sólo en nuestros países violentos e inhóspitos. El hundimiento de generaciones enteras en la edad de las adicciones, la proliferación de basuras industriales, el saqueo de la naturaleza, el deterioro de las fuentes de agua, la aniquilación de las costumbres y su reemplazo trivializado por modas y espectáculos, el cambio climático, el cambio inconsulto de la dieta tradicional por los experimentos afanosos de la industria transgénica: pero a los espíritus acomodados y a los trompeteros del progreso les molesta que se hable de esas cosas.

Pretenden, asustadizos, que criticar el modelo es negar que haya habido algún avance; pretenden torpemente que si se critica la gradual conversión de la medicina en un negocio, donde lo único que importa es la rentabilidad, se está abogando por un retorno a la falta de higiene, se está renunciando a los antibióticos y a las vacunas, se está recomendando a los médicos que no se laven las manos antes de las cirugías. Esa censura caricatural pretende ser una defensa del progreso, pero en realidad es una renuncia a la principal virtud de la especie: su capacidad crítica, su espíritu rebelde, su eterna y necesaria insatisfacción.

La industria quiere hacernos creer que toda novedad comporta un progreso: pero aunque lo pregona todo el día, nuestra edad no parece estar trabajando para la felicidad humana y para la protección del planeta. Nunca como hoy estuvo el mundo más afectado por los frutos de la industria y del comercio; nunca viajaron tanto los alimentos antes de llegar a nuestra mesa; nunca hubo como hoy una marea de basuras plásticas flotando a la deriva en una porción considerable del océano Pacífico, en lo que llaman los expertos el sexto continente; descontado el escandaloso arsenal atómico, nunca hubo tal profusión de armas de fuego en el mundo, una por cada diez seres humanos, y las fábricas creciendo; nunca hubo tantos químicos en los hogares.

Y esto no quiere decir que no haya habido progreso, quiere decir que quienes menos lo ayudan son quienes lo aplauden todo con histeria, lo bueno y lo malo, lo útil y lo atroz, lo benéfico y lo dañino, porque no utilizan criterios sino emociones, y quieren adular su propia satisfacción. Esto no sería tan grave: cada quien es dueño de decidir si quiere ser protagonista de cambios históricos o apenas miembro del comité de aplausos de los poderes de este mundo.

Lo que sí es un error es salir a denunciar como enemigos de la humanidad a quienes la mantienen despierta con sus advertencias. Hasta los más exagerados profetas de la catástrofe fueron siempre tolerados por los pueblos, e incluso por los poderes del mundo, porque se entendía que hay algo benéfico en que la humanidad no se abandone a su engreimiento, al narcisismo de las pequeñas satisfacciones.

Existe algo mucho peor que el intelectual amargo y sombrío, que el Apemanto que destila amarguras, que el Diógenes que de todo se burla y todo lo cuestiona, y es el intelectual satisfecho que ve pasar sobre su cabeza los grandes desastres y se esfuerza porque la humanidad no los mire. El que prefiere denunciar a los otros, predicar el conformismo y bendecir el gran negocio. Los verdaderos benefactores de la humanidad no dejan al poder dormir tranquilo sino que lo molestan y lo incomodan, zumban y pican.

Hay un poema de Edgar Lee Masters sobre un poeta de pueblo, conformista y holgado, que vivió “ciego toda la vida a todo eso”: a los sufrimientos y las tragedias que había a su alrededor, a los solemnes cuadros de la naturaleza y de la historia, y que apenas tejió variaciones sobre viejas metáforas, “mientras Homero y Whitman rugían en los pinos”.

 

William Ospina*

 

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