Cincuenta años ya...

Santiago Gamboa
14 de abril de 2017 - 10:00 p. m.

El paso del tiempo, en el fondo, es el verdadero tema de las novelas, y los lectores las van modificando. Esto lo estableció ya Borges en Pierre Menard, autor del Quijote, donde argumenta la autoría de la lectura en ese neblinoso valle que es el porvenir. No leemos igual hoy a Cervantes que hace un siglo o dos. Leemos y olvidamos y volvemos a descubrir lo olvidado. Por eso el modo en que cada generación lee una obra clásica define sus valores y las metáforas que la rigen. Algo que podría llamarse “el espíritu de la época”. Lo que una generación exalta puede pasar a segundo plano en otra y desaparecer en la tercera. No se vive ni se lee del mismo modo, pues las percepciones del mundo se alteran y puede que algo desechado regrese con fuerza. El arte es largo.

Ahora que se cumplen 50 años de la publicación de Cien años de soledad yo me pregunto, ¿de qué modo será leída por los futuros lectores? Para al menos cuatro generaciones consecutivas fue un libro sagrado, una obra maestra y universal que nadie se atrevía a poner en duda, pues más que ser enjuiciada era ella la que sentaba en el banquillo al lector. La leí por primera vez a los 12 o 13 años, en una finca familiar, pues mi hermano tenía un grupo de amigos con los que se reunía a comentarla y yo quería ser aceptado. Recuerdo la travesía por el arduo cañaveral de nombres repetidos, pero siempre, en algún momento, la propia novela me echaba un cable y todo se aclaraba. Fue una lectura placentera y nerviosa, pues sabía que era demasiado niño aún. Tenía la sensación de que en cualquier momento un guardia iba a sorprenderme y a sacarme de ahí. La volví a leer en Madrid, ya de estudiante, a los 21 años, y una tercera vez al cumplir los 40. Siempre me deslumbró, siempre encontré cosas nuevas. Y me pareció que ciertos episodios adquirían más relieve. También sentí que mi lectura crecía conmigo, que se hacía más profunda e intensa ante mi propio calendario. Por eso me quedé tan perplejo cuando, en la pasada Feria del Libro de Guadalajara, tres escritores de 30 años (argentino, uruguayo y chileno) dijeron haber leído episodios de Cien años de soledad, pero nunca la novela completa. Cuando pregunté el porqué (si había un porqué) estuvieron de acuerdo en que existía ya una tal sobreabundancia y saturación de comentarios que, al abrirla por primera vez, tenían la impresión de estar ante algo ya manido, masticado y digerido. Y en eso tienen razón.

Tal vez Cien años volverá a ser leída con absoluta inocencia dentro de un par de generaciones, cuando toda esa monstruosa tormenta de palabras que, por un lado, la copian, y por el otro intentan explicarla —sin que esto haya sido jamás necesario— se haya apagado; cuando el contaminado aire que la circunda se purifique. Porque fue tal su éxito que el mejor modo de medrar, de abrirse un espacio en cualquiera de los espacios satelitales de la literatura, consistió en producir el millonésimo sesudo ensayo sobre tal o cual temita garciamarquiano. Hasta que reventaron a la gallina de los huevos de oro. De tanto agarrarse del cohete acabaron por tumbarlo, ¡y cayeron todos al suelo! Pero una vez que todos esos polizones caigan del barco, Cien años de soledad seguirá su camino.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar