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Ciudad Jardín

Aura Lucía Mera
04 de agosto de 2015 - 03:37 a. m.

Escribo este artículo desde Nabusimake. El mamo acaba de hacerme una “aseguranza”. Es uno de los miembros del cabildo. Impecablemente vestido, mambeando la hoja de coca. Treinta y siete años. Desde pequeño escogido para ocupar esa dignidad. Intérprete del cosmos y la Madre Tierra.

El camino desde Pueblo Bello hasta este lugar sagrado es posible sólo por la pericia y experiencia de Onasis y su Toyota que logra sortear 25 km. que se convierten en casi tres horas de saltos.

La majestad del paisaje disipa cualquier temor. Cada curva nos descubre algo alucinante: helechos gigantes, bejucos, árboles nativos que se abrazan formando una selva esmeralda.

Al llegar a “la tierra donde nace el sol” se siente la energía sagrada de esta Sierra, todavía impoluta, salvo por los pinos y eucaliptos invasores, naturalmente traídos por los colonizadores españoles que profanaron lo que les dio la gana durante cientos de años. Ya los están talando, purificando su suelo.

Caminamos desde el hospedaje guiados por Aurelia. Esperamos a que un mamo nos dé el permiso de ingresar. Nos recibe en su choza de palma, sitio de las reuniones del Cabildo. Altivo, seco, de pocas palabras. Nos registra y nos dice cuáles lugares podemos visitar. Están en un período de decisiones importantes. No quieren intrusos por el momento. Somos afortunados.

Los arhuacos nos miran con reserva. Los saludamos respetuosamente: “du” es el vocablo, la primera comunicación. Algunos hablan español. Los más pequeños preguntan qué estamos diciendo. Las mujeres y niñas tejen constantemente; los hombres andan con su poporo, su mochila y su tocado en la cabeza, símbolo de las nieves perpetuas que coronan su territorio ancestral. Sus vestimentas las elaboran en telares caseros. Son parcos, amables en su distancia. Somos los hermanos lejanos que nos apartamos de la naturaleza, pero tenemos la misma madre: la Sierra.

Me desvío del tema: Ciudad Jardín. La puerta de entrada a este paraíso, Valledupar, una ciudad que significa muchísimo más que la leyenda vallenata, los escándalos de Diomedes, las parrandas y el acordeón.

Una ciudad modelo, ejemplo de planeación y sentido estético. Creo que todos los secretarios de planeación y los ministros del ramo deberían visitarla para que aprendan cómo se diseña una ciudad: todas las casas a la misma altura, con sus patios interiores; calles amplias; la plaza Alfonso López, su árbol de mango, su escultura de Arenas Betancur y las casonas de las familias tradicionales que la enmarcan. Me cuentan que una de las más bellas, la de la Cacica Consuelo Araújo, asesinada en una absurda operación de rescate, está solitaria.

Todas las calles están, sin excepción protegidas por la sombra de gigantescos árboles de mangos y cauchos. Los primeros regalados por la generosidad de Oswaldo Mestre, ingeniero agrícola enamorado de la naturaleza, quien le donó a la ciudad hace muchos años más de 2.000 mangos de su vivero personal. Oswaldo también salvó el mango de la plaza cuando se enfermó y estuvo a punto de morir.

Valledupar: capital pujante del Cesar, habitada por gente cálida, trabajadora. alegre. Los juglares vallenatos siguen cantando historias de amores y leyendas. Los acordeones llenan de música el ambiente, los clásicos siguen ganando la parada. Escalona, Molina y los Zuleta seguirán siendo los reyes de esta región mágica surcada por ríos cristalinos que nacen en la Sierra.

Ciudad que ofrece y significa mucho más que el festival. ¡Me robó el corazón!

 

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