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Cizaña

Piedad Bonnett
29 de julio de 2012 - 01:00 a. m.

Los señores del Puro Centro Democrático andan de plácemes con los tropezones del Gobierno. Mientras los políticos uribistas se realinderan tratando de sacar el mejor provecho, sus ideólogos hacen largos inventarios de los fracasos del presidente, algunos muy injustos, como el del ataque a la Ley de Tierras, con el falaz argumento de que atenta contra sus legítimos dueños y la paz de la Nación.

Desafortunadamente hay que decir que Santos ha dado papaya: queriendo parecer un hombre conciliador, algo que le conviene a este país polarizado y azuzado por el discurso furibundo del expresidente Uribe, abusó de su propia táctica y ésta se volvió contra él haciéndole perder puntos ante la opinión pública.

Y es que no se puede quedar bien con Dios y con el diablo. Sucedió primero con su empecinamiento en permanecer fiel a su mantra “yo no peleo con Uribe”, creyendo que esto le hacía conservar las simpatías de los colombianos adeptos al exmandatario. Se necesitó que El Vociferante llegara a extremos de agresividad intolerables para que reaccionara y empezara a aceptar que entre los dos hay serias diferencias. Más grave fue lo que sucedió con el Congreso: indiferente a las recomendaciones de Human Rights Watch y de buena parte de la opinión especializada, y queriendo darle contentillo a todo el mundo, se percató demasiado tarde del rumbo que tomó su propio engendro y lo pagó caro. Ahora se esmera, como un marido culposo, en restablecer los vínculos con un Congreso agraviado, que se da el lujo de hacerle mala cara cuando aparece.

La impresión de crisis se agravó con la rebelión indígena del Cauca, que el presidente conjuró muy a medias, pues si bien hizo presencia en Toribío, terminó por eludir el diálogo con los indígenas, muy seguramente “por temor a aparecer débil y blandengue” ante la godarria, como ya lo señaló María Jimena Duzán. Su visita terminó siendo ante todo un espaldarazo al Ejército, un desafío a la guerrilla, y promesas, otra vez promesas, para las comunidades indígenas. No hay que olvidar que la difícil situación que allí se vive la conocía Santos perfectamente desde que fue ministro de Defensa del que hoy es su acérrimo enemigo, y que ese conocimiento no lo usó para anticiparse a los hechos.

Santos, como político hábil, nunca acaba de mostrar sus cartas y acude a jugadas maestras como anunciar 100 mil viviendas gratis para recuperarse de la pérdida de popularidad. Pero las cosas no acaban de salirle bien. Lo que muy pocos han señalado es que un argumento insidioso, proveniente de los más diversos lugares, está empezando a hacer carrera. Lo puso a rodar Mauricio Vargas, para quien “el clima de descrédito general” del Congreso, las cortes y la figura presidencial “es el mismo que ambientó hace década y media en Venezuela el ascenso de Hugo Chávez”. “Aquí puede ocurrir algo similar, aun si no sabemos quién se disfrazará de Chávez“. De sus palabras ha hecho eco ya dos veces Plinio Apuleyo Mendoza, quien opina que “ante una polarización presentada como un falso antagonismo entre izquierda y derecha” puede aparecer un candidato que entronice un régimen “como el de Chávez, Correa, Evo Morales o Daniel Ortega”. Pero lo verdaderamente increíble es que esa misma tesis la sostuvo el presidente Santos en entrevista con María Isabel Rueda. Según él, los que desprestigian las instituciones —y nombró “al nieto de Laureano”, a “la autoproclamada líder de la marcha patriótica” y a “Iván Cepeda”— nos pueden llevar a que aquí triunfe una revolución como la de Venezuela. Metiendo miedo esperan, seguramente, que la oposición y los colombianos en general amansemos toda indignación y crítica.

 

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