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Colombia sin líderes

Juan Manuel Ospina
09 de abril de 2015 - 04:40 a. m.

Definitivamente el expresidente Uribe recorre un descenso lento pero inexorable en las encuestas, su momento va quedando atrás; ese gran olfato político del expresidente, en esta circunstancia, le está jugando una mala pasada.

Por su lado, el Presidente Santos, según las encuestas y el tono general del país, consolida su déficit de credibilidad, convertido en un líder no creíble (“increíble”), una contradicción en los términos. Ni en el entorno del uno o del otro aparecen los sucesores; los ministros compiten en desconocimiento; Vargas Lleras sigue tallando duro pero no es de arrastre, no conmueve ni moviliza – casi que paraliza -. ¿Petro, Fajardo…? Ni en lo nuevo ni en lo viejo, ni en la derecha ni en el centro se ve por el momento alguna luz.

Se impuso una apatía rayana en la indiferencia que envuelve todo lo público, especialmente si se genera desde en Bogotá. La gente está hasta la coronilla de peleas, corrupción y palabras vacías; desconfían de cifras que hablan de un país distinto a aquel en que viven y de promesas y declaraciones altisonantes que ya nadie atiende porque, al igual que el Presidente Santos, se volvieron “increíbles”. Apatía que no es con la vida, pues no cunde ni la depresión ni el desánimo; por el contrario el país empuja y cambia, puede que anárquicamente, impulsado por las ganas y la energía de la gente. Con o sin gobierno, quieren una vida mejor y no esperan milagros o que alguien les haga el favor. No, solo confían en ellos mismos.

Nada esperan de partidos, políticos, cortes, ministerios, los únicos temas de interés que a diferencia de los ciudadanos, interesan a los medios. De ellos nada esperan; las malas noticias sobre esas personas, la dirigencia nacional, ya no conmueven, y las buenas, cuando las hay, no las creen; sencillamente los sacaron del radar, les hicieron “dilite” en el chip del interés y de la memoria. Y esto en momentos en que, como pocas veces en el pasado, se requiere un liderazgo, una capacidad para convocar, para movilizar, para que por una vez no estemos dedicados a mirar la realidad y sus posibilidades desde el exclusivo y estrecho ángulo de los intereses personales.

Es la situación que se daría luego de firmar el acuerdo en La Habana, pues hoy casi dos de cada tres personas quieren la paz - ¿y quién en sus cabales prefiere la guerra? -, pero escasamente la mitad votaría afirmativamente el referendo y solo uno de cada tres estaría de acuerdo en que los exguerrilleros puedan hacer política, o de tenerlos como sus vecinos; no hablemos de darles trabajo. Simplemente quieren verlos tras las rejas y reducir el acuerdo de paz al desarme y punto. Como se dice coloquialmente, “con las FARC ni un tinto, que entreguen los fierros y que desaparezcan”. Vana pretensión pues solo sería posible si la guerrilla hubiese sido militarmente derrotada y se le hubiese rendido al Estado, que ni es la situación ahora ni lo fue en tiempos del gobierno Uribe. Es una posición irreal que de no modificarse le cerraría el camino a la salida de esta estéril guerra. Enfrentar semejante tarea con una dirigencia y unas instituciones deslegitimadas, no hace sin darle un carácter aún más complejo a la ya de por sí difícil tarea que nos espera.

 

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