De una animalidad a otra animalidad

Juan Manuel Ospina
09 de febrero de 2017 - 04:16 a. m.

Por la gravedad e implicaciones de los hechos de corrupción que empiezan a aflorar con respecto a los sobornos de Odebrecht  en las esferas del poder y de la política, que parece que van a poner en pie de igualdad al santismo y al uribismo, me reservo hasta conocerlos mejor pues  pueden  profundizar  la crisis de la política y la urgencia de su transformación fundamental, sin la cual seguiremos con un país mediocre, acomodaticio y en el fondo indigno, sin el liderazgo y la fuerza colectiva que reclaman estos tiempos desafiantes, en lo nacional e internacional.

El toro altivo,  con su casta y temperamento, no el manso novillo destinado desde su nacimiento al indigno matadero y al plato del ávido carnívoro, ha sido desde la antigüedad de la civilización mediterránea un símbolo de poderío, de grandeza y de vida; ser mítico y con resonancias religiosas. Ese monumento animal ha llegado hasta nosotros en el toro de lidia, tal vez el más contemplado y cuidado de los animales domesticados por el hombre. Vive durante un período que es el doble del que el hombre le concede al manso novillo, antes de despacharlo, anónimo, al matadero. Y vive “a cuerpo de rey”, mimado y cuidado para protegerle su bravura y nobleza que le viene por herencia,  y garantizarle su peso y elegancia (“trapío”) para su acto final y supremo, su sacrificio rodeado de reglas, significados y pompa, el día de su salida al ruedo para enfrentar en libertad y no maniatado, el ritual de su muerte, en el cual enfrenta de tú a tú al oficiante del rito, al matador.

Escándalo, inhumanidad gritan unos energúmenos que por la fuerza y la amenaza quieren impedir el sacrificio ritual del toro, por medio de insultos y violencia que hablan muy mal de ellos y que hacen aparecer a los aficionados al toreo como  víctimas pertenecientes a una nueva minoría oprimida por otra minoría vociferante. El argumento es sencillo y contundente, pero mentiroso: que los taurófilos, que no taurófobos, son una secta de sádicos, cuasisatánica que se reúne para gozar con el sufrimiento innecesario que se le inflige a un animal, con lo cual tiran por la borda (¿de la ignorancia?) el sentido de esa fiesta – ritual, en la cual se exalta la bravura y nobleza del animal y se escenifica ese diálogo simbólico pero trágico entre el hombre y la bestia, entre la vida y la muerte; un diálogo que presente  desde siempre  en la historia  humana. Así lo han entendido espíritus creativos y taurófilos como Gabriel García Márquez,  Fernando Botero, Santiago Cárdenas y el maestro Rodas entre nosotros, o Federico García Lorca y Picasso en la España eterna; o espíritus tan críticos de la injusticia y la barbarie humana como Antonio Caballero, Aura Lucía Mera o Alfredo Molano, acá en el terruño.

El toreo tiene un arcaísmo propio de su origen remoto y ritual, que para algunos desentona en este mundo de  genocidios, de guerras por no decir matanzas de alta tecnología, en el cual como nunca antes, unos pocos son dueños de vidas y fortunas de millones de personas; tal vez por eso su naturaleza y significado profundo va perdiendo contundencia y sentido; probablemente está llamado a desaparecer porque no es funcional a los nuevos tiempos;  esto sucedería como consecuencia de un proceso social en curso y no por los gritos histéricos de unos animalistas en trance de vandalizarse.

En aras de encontrarle un acomodo en este nuevo escenario y esta nueva sensibilidad frente a la vida, la tauromaquia debe adaptarse. Me lo insinuaba en estos días el propio Molano, un taurófilo de siempre: que el toro se pique una sola vez, que se le ponga solo un par de banderillas y que si el torero falla con el estoque al entrar a matar, le devuelvan el toro vivo al primer aviso de la presidencia de la corrida y no al tercero, para abreviar un proceso que  puede adquirir sin duda rasgos de una crueldad excesiva, que no hace parte del sacrificio ritual de ese imponente animal que es el toro de lidia.

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