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Jesús: realidad y mito

Klaus Ziegler
19 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

Ahora parece que ni el buey ni el asno estaban presentes en el portal de Belén en el momento del nacimiento del Niño Dios. Según el Papa, los dos animales jamás hicieron parte de la escena de la natividad. Pero tratándose de un pesebre, era apenas natural que la iconografía cristiana los hubiese añadido para colmar ese vacío, explica Benedicto XVI en su tercer libro de una trilogía dedicada a la vida de Jesús.

La nimiedad de la advertencia resulta extraordinaria, y recuerda esas discusiones bizantinas acerca de la posibilidad de que el perico ligero sí hubiese podido realizar su larga travesía desde el monte Ararat hasta América en tan solo unos pocos siglos. Entrar a discutir qué clases de semovientes se encontraban en el preciso momento del nacimiento de un personaje tan difuso como Jesús, sobre el cual casi nada se conoce, resulta tan ridículo como debatir si papá Noel, a pesar de su enorme vientre, es capaz de trepar por las chimeneas sin sufrir un síncope cardíaco. Para la gran mayoría de la humanidad (no cristiana), toda esa mitología sobre la concepción mágica de Jesús, la leyenda de un ángel que conversa con una madre virgen para anunciarle que carga la simiente de un ser sobrenatural, y que narra la aparición de estrellas que brillan de súbito en el cielo para guiar a personajes míticos, no resulta menos fantasiosa que la existencia de trineos voladores tirados por renos alados.

La verdad es que nadie sabe cuándo o dónde nació Jesús. Ni siquiera se ponen de acuerdo los evangelistas: según Lucas, Jesús habría nacido nueve años antes de la muerte de Herodes el Grande, mientras que Mateo fija esta fecha dos años antes de morir el tirano. Tampoco sabemos el lugar. Según los Evangelios, nació en Belén, aunque para algunos historiadores es bastante probable que ello no sea más que una invención para reafirmar su ascendencia davídica.

El silencio en la historiografía de la época de Jesús es asombroso, señala Karlheinz Deschner, quizás el mayor erudito e investigador de la historia del cristianismo. Resulta pasmoso que ningún historiador de su época hablara “del más grande de los galileos”, ni en Grecia, ni en Roma ni en Palestina. Ni Petronio ni Lucano lo mencionan. Tampoco existen referencias en Plinio el Viejo, ni en Plutarco. Ni siquiera Justo de Tiberíades, contemporáneo y vecino suyo, lo nombra. Tampoco el mayor conocedor del judaísmo de su época, Filón de Alejandría, se refiere a Jesús en sus escritos. Las primeras alusiones a su figura datan del año 112 d.C., y provienen de Plinio el Joven. También hay referencias al personaje histórico que provienen de Flavio Josefo, para los apologéticos, la mayor prueba de la existencia de Jesús, fuera de las Sagradas Escrituras.

Sin embargo, no son pocos los que han dudado de la autenticidad del documento flaviano. La sospecha de que podría tratarse de una falsificación cristiana del siglo III se sustenta en estudios filológicos, pues el estilo del texto no permite reconocer a Josefo. Llama la atención, por ejemplo, que un judío ateo diera testimonio de milagros, de resurrecciones y profecías. Señala además Deschner que ninguno de los antiguos padres de la Iglesia hace mención de la supuesta cita, ni Justino, ni Tertuliano ni Cipriano. Y añade otro argumento: se conoce la existencia de un manuscrito del mismo texto, que data del siglo XVII, y que perteneció al teólogo holandés Gerhard Johann Vossius, en el que no se dice ni una palabra sobre Jesucristo.

Se alega que la existencia del Jesús histórico está más que demostrada. Como parte de las pruebas se cita un pasaje de los “Anales”, de Tácito, en el cual se hace alusión a un hombre crucificado por órdenes de Poncio Pilato. No obstante, muchos historiadores dudan de su autenticidad, pues resulta sospechoso que la cita aparezca por primera vez en un manuscrito del siglo XI sin que nadie mencionara nada al respecto durante diez siglos.

No sobra advertir que también se ignora la fecha exacta de la crucifixión. Algunos la sitúan entre el año 26 y el 36 d.C., período en que Pilatos fue prefecto de Judea, mientras que otros, como Ireneo, obispo de Lyon, aseguran que Jesús era ya quincuagenario cuando fue crucificado.
Como señala el teólogo Hans Joachim Schoeps, de los Evangelios “no es posible deducir al Jesús primigenio, tal y como realmente fue”. La figura de Cristo es una construcción mítica de sus seguidores, pues todo lo que conocemos sobre su vida y sus enseñanzas proviene de la tradición oral y de historias fragmentarias, a menudo contradictorias, escritas por primera vez entre sesenta y cien años después de su muerte. Marcos jamás escuchó a Jesús en persona, y solo escribió lo que recordaba habérsele oído a Pedro. Lo mismo es cierto para Mateo y Lucas. Y son mayoría los historiadores que ven en el cuarto evangelio un texto ahistórico, explica Deschner.

¿Quién fue en realidad Jesús? Nadie sabe a ciencia cierta. Para unos fue un profeta apocalíptico; para otros, un revolucionario y un taumaturgo. Para los cristianos, el hijo de Dios. Lo más razonable, sin embargo, es pensar que este personaje no sea más que una amalgama de realidad y ficción, una figura mítica surgida del delirio de la fe, pues como reconocen los teólogos más críticos, “nada puede comprobarse de su vida, ni de su desarrollo, ni de sus estadios”.

No se conoce el original de ningún libro bíblico. Aquellos que existen son copias de copias, de otras copias. “De los originales solo perdura una selva de variantes, añadidos, supresiones…”, afirma el teólogo Hans Lietzmann. El ruido informático acumulado a través de los siglos es incalculable. De ahí que los textos neotestamentarios no tengan el más mínimo interés como documentos históricos, en opinión del teólogo y erudito en lenguas antiguas, Kendrik Grobel.

Uno supondría que el Papa, un teólogo eminente, fuera capaz de ofrecer un recuento de la vida del Jesús histórico dirigido a mentes adultas, y a un nivel intelectual, digamos, al menos por encima de las disquisiciones dominicales del padre Llano. Pero aparte de repetir la misma historieta infantil, su libro no contiene otra novedad que la “sesuda” reflexión sobre la ausencia del buey y el asno en el pesebre de la fábula. Por lo demás, su libro sobre la infancia de Jesús se ajusta a la interpretación tradicional de los Evangelios, a una incluso más retrógrada, desligada, como es costumbre, de los métodos histórico-críticos que exige cualquier estudio serio sobre un personaje histórico tan complejo como Jesús.

Resulta increíble que sean muchas veces los mismos creyentes los menos interesados en conocer la verdadera historia de su fe. Quizá tenga razón Nietzsche cuando afirmó que el cristianismo es el arte de repetir hasta la saciedad una mentira sagrada.

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