Un teatro vacío

Fernando Araújo Vélez
10 de febrero de 2013 - 11:12 a. m.

Llegaron al teatro con la ilusión prendida a la piel, y una especie de solemnidad que tenía que ver con el respeto hacia un escenario de tablas, con el temor de no comprender del todo lo que pudiera ocurrir allí y la angustia por que la obra no los llevara a otro mundo. Habían discutido sobre la posibilidad de ir a cine o de tomarse un par de aguardientes. “A fin de cuentas, no todos los días son días para teatro”, dijo uno de los cuatro espectadores. Otro calló. Su vecina dijo que “ya que estaban allá…”. La otra mujer, una actriz, los convenció con el argumento de que cada obra era distinta de las otras, que no había una función igual a sí misma, que sobre las tablas, hasta el más mínimo de los detalles influía en el resultado.

Citó a Stanislaski, a Brecht, y sus amigos asintieron, tal vez porque no sabían bien de quiénes hablaba. Cuando llegaron al teatro, un señor los recibió con gesto de duda. “¿Vienen a la obra”? Ellos le respondieron que sí, que cuánto costaba la boleta. “¿Cuánto les dijeron?”, preguntó. La actriz se adelantó y contestó que 10 mil.

“Pues eso, 10 mil”, les confirmó el hombre y sacó de uno de sus bolsillos un fajo de boletas. Contó cuatro, se las entregó, y recibió el dinero. “La función comienza en 45 minutos”, les advirtió, y se perdió detrás de una puerta que chirrió, como para acentuar aún más la soledad de aquel remedo de lobby y el ambiente de derrota que impregnaba las descascaradas paredes y un vidrio cuarteado. 

Ellos se fueron a comer algo para matar el tiempo, y mientras mataban el tiempo, imaginaban al señor del teatro llamando a los actores para decirles que habría función, que se presentaran cuanto antes, que no le fallaran. Inventaban macabras historias sobre asesinatos múltiples en salas tétricas de barrios y pueblos periféricos, y pintaban al señor que les recibió los 40 mil pesos como a un consumado estafador. Uno recordó que alguna vez había leído una historia sobre Facundo Cabral, quien había tenido que ofrecerle un concierto a un único espectador en un teatro de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y que desde ese día lo invitó a todos y a cada uno de sus recitales, fueran donde fueran.

Otro relató una escena de Rayuela en la que Oliveira iba a la presentación de una violinista y el público todo se salía de la sala. Él se quedó por vergüenza, por compasión, por ser humano, y a la salida se encontró con un gato al que le contó su triste vida y los aún más tristes sucesos de esa noche, “pero el gato no me dijo nada”, decía. Entre cuentos, se les fueron los minutos. Llegaron en punto de la hora a la función. El mismo señor de antes los recibió. Sacó los mismos billetes de antes, y les comunicó que no habría obra, que lo sentía, que lo disculparan.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual es editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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