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Sobre un artículo en torno al lactosuero

Cartas de los lectores
22 de julio de 2022 - 05:00 a. m.

El 17 de julio de 2022 leímos en El Espectador que la “Superindustria investiga a cuatro empresas por el presunto uso de lactosuero”. Si las empresas investigadas son culpables de violar la letra de la ley —en este caso, omitir el lactosuero de la lista de ingredientes del producto— serán castigadas, por supuesto. ¿Pero qué pasa cuando una empresa viola el espíritu o la intención de la ley aunque no su letra? Nada difícil cuando la ley está formulada de manera que es prácticamente imposible para el consumidor final entender las consecuencias de consumir un producto.

No es un secreto —pero sí un tema muy complejo como para discutir en una corta columna— que un sector enorme de los consumidores colombianos no están capacitados para leer la información nutricional ni la lista de ingredientes de los productos alimenticios empacados. Términos como lactosuero, triglicéridos, antioxidantes y aun proteínas y edulcorantes no pertenecen al vocabulario de la mayoría de los ciudadanos, ni siquiera de aquellos que han recibido su título de bachiller, así que su inclusión u omisión de la lista de ingredientes en el producto que compran es irrelevante. Situación que es frecuentemente explotada por los fabricantes de toda suerte de productos alimenticios, notablemente los fabricantes de productos lácteos dirigidos especialmente a los niños.

Tal vez no es posible comprar una papeleta de “leche” en polvo —con contenido para preparar un solo vaso de “leche”— en un supermercado del norte de Bogotá, pero la tal papeleta es una solución que se ofrece —a precio exorbitante, dicho sea de paso— a los consumidores de escasos recursos en las tiendas de los barrios marginados y de las zonas rurales de Colombia. Escribo “leche” así, entre comillas, porque este es el producto que el comprador solicita al tendero y es el que este le vende, pero casi nunca es leche, sino un denominado “alimento lácteo”, entre cuyos ingredientes figuran la leche, el lactosuero y la grasa vegetal, como manda la ley. Pero, como ya se dijo, ni el tendero ni el consumidor están capacitados para entender la formulación del producto, —por eso viven y/o trabajan en los barrios marginados de las ciudades y en las zonas rurales— así que tanto el uno como el otro piensan que están hablando de leche. Y aunque tanto el fabricante del producto como el Invima concuerdan en que no hay violación a la ley, ambos saben que el producto se mercadea como si fuera leche —y no “leche”—. Así pues, los niños más pobres de Colombia terminan consumiendo un producto cuyo valor nutritivo es inferior al de la leche que consumen los niños de los hogares más privilegiados.

Esto, sumado al consumo excesivo de bebidas azucaradas, dulces, alimentos ultraprocesados y demás comida chatarra promovida incesantemente en la televisión, ha contribuido al muchas veces reportado aumento de la obesidad en los niños. La industria de alimentos seguramente luchará, como lo ha hecho hasta ahora, para impedir que se impongan regulaciones al mercadeo de estos productos, arguyendo la falta de evidencia —como si la obesidad infantil no lo fuera—. Si en nombre de la protección al ciudadano el Estado ha tenido autoridad para regular el mercadeo y la venta del alcohol y del tabaco, del juego, de la captación de dinero, del uso del automóvil y de productos y actividades legales cuyo daño al ciudadano puede ser debatible, me pregunto: ¿por qué no se puede regular el mercadeo de alimentos que afectan negativamente la salud de nuestros hijos, así sea que la evidencia del daño que causan es solamente circunstancial?

Ricardo Gómez Fontana.

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