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No manotea quien tiene dolor de alma

Columnista invitado EE: Sergio Molina*
06 de abril de 2024 - 09:27 p. m.

A eso que hoy llaman depresión, le decían-melancolía y no le prestaban atención. La gente era diagnosticada de “muerte por melancolía” o muerte de pena moral, no habiendo palabras para describir el estado de desasosiego, tristeza y enajenación. Mucho desvarío se atribuyó a la mística o al exceso de lectura, como a Don Quijote de la Mancha, de quien se dijo habérsele resecado el cerebro por leer novelas de caballería.

¿Quién no habrá estado bajo de nota alguna vez? Yo he tenido que animar mi serotonina con algo más que complejo B y solecito temprano; no he sido esquivo a los “levanta ánimos”, sin embargo, no doy cuenta de loqueros persiguiéndome, ni de una camisa de fuerza, salvo en las películas. No obstante, me tocó verlo en interpuesta persona, es decir, en cuerpo ajeno, siendo yo el testigo como les contaré a continuación.

Era domingo a eso de las tres de la tarde en el café de un centro comercial en el que me disponía a responder un correo electrónico de forma apresurada. De soslayo, escuché mi nombre y, al voltear, me encontré con la sonrisa y mano extendida de Dani, un joven talentoso, estudioso, reflexivo, que conocía desde hace 12 o más.

Respondí a su llamado con sonrisa y apretón de mano. Me presentó a su padre y a otro acompañante hablando elogiosamente de mí; lo vi y oí normal, salvo un poco lento en el hablar, algo disártrico; lo asumí como parte de una actitud tranquila, quizás con pereza. Corté rápidamente, advirtiéndoles que me refugiaría atrás del establecimiento para enviar algo urgente, a lo que asintieron con generosidad. Daniel me dijo: “adelante, recuerdo mucho tu tesis sobre el ser avasallado por el sistema capitalista contemporáneo” (me sorprendió que recordara tan detalladamente mi trabajo de grado). Le agradecí y me replegué a mi mesa.

Al cabo de unos minutos, me trajeron un café con una minúscula galleta de mantequilla, como cortesía de Daniel. Lo busqué con la mirada, lo llamé mentalmente, hasta que me miró y le agradecí levantando mi brazo, como saludando al gran César. Desde su mesa, me respondió con el mismo gesto y ambos seguimos en cada menester.

Al rato, se me acercó Daniel excusándose por la interrupción y diciendo: “Deja me siento dos minutos; en serio, deberías abordar más seguido en tus artículos la temática del consumismo y la superficialidad”. Me retó a citar a Judith Butler en mis postulados académicos. Tomé nota en mi celular, le agradecí, él se paró cumpliendo con lo prometido (dos minutos) y se retiró a su mesa. Seguí con mi tarea, envié mi documento, empaqué el computador, guardé las gafas de lectura y me tercié el morral. Al salir, vi que Daniel y sus contertulios -entre ellos su padre- caminaban más adelante, a paso moderado, en dirección a la puerta principal del centro comercial, con la actitud de eternidad propia de un domingo a esas horas, mientras yo bajaba al sótano por mi carro.

Al salir, ya en la vía pública, vi de nuevo a Daniel y sus contertulios de frente. Él, con cara de miedo, estaba también de frente, pero a una ambulancia bien parqueada en zona reservada para carros de emergencias. Él, amilanado por dos grandotes de la ambulancia, volteó a mirar a su padre como pidiéndole una explicación y este, inmediatamente, sin darle tiempo, le rodeó el cuello con el brazo derecho, apalancándolo por la espalda, lo que le puso su cara roja y la vena de la frente a reventar. Todo sucedía en simultánea con sus movimientos letárgicos.

Ahí estábamos él y yo, perplejos. Dos loqueros contra un melancólico y yo como un testigo excepcional. Dani sin razón y yo tampoco. No sé si era su primer episodio psiquiátrico. Por su cara de miedo, al parecer ya sabía lo que le venía pierna arriba. Yo en mi carro intentaba ajustar la imagen de embestida de los dos fortachones de pijama azul que se lanzaron en acto desproporcionado y temiendo la repulsa del orate. Nunca se resistió. No manotea quien tiene dolor de alma.

Le introdujeron sus brazos en lo que evidentemente identifiqué como una camisa de fuerza. Manos atrás, le entorcharon con habilidad las tiras laterales de ese vestido de contención de color claro. Nunca se opuso, solo orbitaban sus ojos tratando de entender. No gritó, no mordió ni escupió a nadie. Era una desproporción, cuatro contra un indefenso que no podía respirar y estaba perdido de la realidad.

Daniel actuaba indefenso, frágil y desconcertado, no repulsivo. Esa era la cara de él, no muy distinta era la mía, aturdido y también inmóvil en mi carro ante el espectáculo que me tenía aterrado, pero tentado a salir a “defender” al amigo. La gente miraba con preguntas y conjeturas. Al momento, el conductor del carro de atrás me pitó haciéndome salir del trance; pasé a centímetros con mi carro por el lado de la ambulancia y de Daniel. ¿Mi sensación? ¿Mi sentimiento? No sabía si auxiliar a quien paradójicamente ya estaba siendo auxiliado, porque lo absurdo de la situación no descartaba que yo supiera que, de alguna manera, “todo era por su bien”.

Vi en la cara de Daniel el gesto triste de un niño que no quería pasar el fin de semana con el papá o la mamá por orden del juzgado de familia. Por el resto de la tarde, seguí dándole vueltas al asunto: ¿qué pasó? Yo en el café lo percibí “normal”, y es justo lo que hay que advertir: todos de lejos parecemos normales, porque el dolor y la angustia carcomen vergonzosamente y en silencio; si acaso los cercanos lo advierten. Esto me recordó lo que se dice de los estados psicóticos, que a veces no revisten histrionismo. Les juro que en el café vi a Daniel como siempre interactuando, y ello es lo que no nos deja salvar la vida de quienes nos necesitan: verlos como si nada, suponiendo que están bien a toda hora. Me prometí no estar así nunca, juro hablar más a mi círculo cercano, autorizándolos a preguntar sin que me parezca impertinente: ¿Te sientes y estás bien? Pero claro, qué va uno a saber cuándo estará o no normal en apariencia, en un café una tarde de domingo. Seré más indiscreto, agudizaré mis sentidos a las miradas perdidas, los mutismos y las ausencias de mis amigos y familia.

Eso de que a uno le “patine el coco” es una posibilidad; la enfermedad mental está como probabilidad cercana; la temida clínica de reposo aún no estaba normalizada en mi vida, salvo el clonazepam en otros y la fluoxetina en mi cuerpo. Muchos únicamente hemos llorado sin necesidad de camisa de fuerza, hemos golpeado almohadas o nos hemos inventado una mueca para dar cuenta de que estamos bien sin estarlo. ¿A cuántos nos ha pasado?

Me quedan tantas preguntas sobre Daniel… ¿Desde cuándo estaba mal? ¿Le hubiera servido hablar? ¿Sabría sobre la “trampa” que se le tendía? Le terminé ayudando a su padre como actor de reparto en su gran teatro de distraerlo en el café mientras se preparaba tremenda celada (quizás necesaria como intervención). Yo, entre culpable y choqueado, aún reflexiono -espero que ustedes también-, sobre lo cerca que estamos de perder el juicio, cansarnos, hartarnos, desesperarnos, no dar más. Una tarea: oír para advertir el sufrimiento ajeno y el propio.

Y sí, todavía se usan las camisas de fuerza, no sé si con un nombre más amable, con fortachones de película listos para someter. Qué mal resto de domingo pasé. A las 8 p.m. seguía dándole vueltas al asunto, aunque paradójicamente con la certeza de que Daniel no estaría gritando en un cuarto blanco; quizás ya estaba mejor atendido que nunca, sin sufrimiento, aletargado y como una oruga en su cuarto. En fin, a mí ya se me han muerto muchos amigos sin despedirse, sin fuerzas y ánimo, no quiero más homenajes a personas que ya no pueda abrazar, sin cuerpo presente y vital. Deseo lo mejor para Dani, ahí voy de a poco aceptando esa escena que involuntariamente presencié, mientras procuro encontrármelo para ajustar la versión de todo esto y pedirle perdón por estar acostumbrado a los divagantes reflexivos que veo por todo lado, como normales. Ya conozco una camisa de fuerza de cerquita, no me la quiero medir, cualquier talla me puede servir. Se sigue muriendo gente de melancolía.

Por Sergio Molina*

 

Atenas(06773)07 de abril de 2024 - 05:51 p. m.
Ehh, en los afanes de la vida actual, este cuento tan reforzado hay q’ dejarlo atrás. Atenas.
Chirri(rv2v4)07 de abril de 2024 - 07:16 a. m.
En un momento de la lectura pensé en Daniel Samper Ospina. No sé, vainas y desconsuelos...
yadeliz(24704)07 de abril de 2024 - 01:08 a. m.
Lágrimas asoman a mis ojos, preguntándome por qué usted no se acercó a preguntar a Daniel y luego a su padre que pasaba, a donde lo llevaban para poder indagar por él, dejar su número telefónico por si lo necesitaban. Los dolores de la mente y el alma duelen más en la soledad o en el abandono
Magdalena(45338)07 de abril de 2024 - 12:22 a. m.
Según los que nos cuenta sobre su encuentro casual con Daniel,nos parece que usted,no tiene empatía ,ni es una persona altruista,pues que le costaba cerrar por un segundo su computador para dedicarle un minuto,o aproximarse al padre indolente que sometió el sufrimiento de su hijo al escarnio público. Total su reflexión, sobre sus crisis,pierde todo interés.
Maritza(90207)06 de abril de 2024 - 09:56 p. m.
Que triste relato.Desafortunadamente hay muchos Dani y no nos damos cuenta.
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