En mi caso, no soy sino la infancia y un patio que llevo atados como un caparazón al alma y me protege de la corrosión temporal, de la neblina del olvido que acecha en los confines cada vez más próximos de otra edad… de la existencia.
En este oficio que elegí, si así fue y no él a mí, me alimento vorazmente de todo cuanto pude recoger en mi vida silvestre de pequeño jornalero, de vendedor callejero de berenjenas y tomates, de aparcero de tierras ajenas con mi padre y mis hermanos…
De no haberme elegido este oficio de escribir, aquellos me habrían bastado para ser feliz y alcanzar la efímera inmortalidad de los comunes y corrientes, cuanto soy. Eso, digo, me habría bastado y sobrado, pero por si las vanidades de los honores y la algarabía se hubiesen ensañado conmigo, el de campesino altivo y tenaz que me confirió Carlos Villalba Bustillo me habría alcanzado para arroparme de las glorias de esta vida y la otra.
Porque ese es el titulo que más se acomoda a mi naturaleza, el que más se parece a mí; el que me descubre en la elementalidad de mis actos, en el carácter, la palabra, y lo perenne de hombre bueno que tiene el campesino.
En definitiva, eso es lo que soy yo, aunque otros haceres más presuntuosos, ser poeta, oficiar de columnista de periódicos, de gerente de una compañía de seguros, Sura, confunda a no pocos que no alcanzan a ver en mí al humillado, al despojado, al vejado, al jornalero, en suma, como diría Vallejo, al campesino.
Pero ahí estoy, y sigo, cual soy y siento: en olor del cultivo y la labranza del pancoger; en constante peregrinaje de infancia, de aprendizajes, porque eso es la infancia: un perseverante aprendizaje, un reconocer de antemano las andaduras por venir… de un ir de la mano y la palabra de mamá, 102 años; de cruzar con ella y mis hermanos las coordenadas de una existencia elemental, desprovista de pretensiones más allá de las de la subsistencia básica; de coletas remendadas, carritos de madera, vacas de totumo y caballitos de palo. De regocijarme con mis hermanos en la escasez de tantas cosas, en el ejemplo de perpetua dignidad de un padre humilde casado con una “blanca” de tez blanca y ojos azules.
De aquel aprendizaje de campesino conservo aún las mismas manos, destrezas y saberes para la siembra del pancoger, el mismo olfato para los olores redentores del monte y los maizales a punto de espigar. Y algunos secretos: el de librarme de culebras y animales ponzoñosos, el de aguantar hambre y sed sin resentirme, o el de conjurar las lluvias si la cosecha las necesitaba o el de espantarlas si las inundaba…
El de atraer amores con el nido del macuá nunca quisieron sus dueños, Uriel Sequeda y Abel García, mi tío, que lo aprendiera: a mi edad de adolescente y joven no lo necesitaba. A punto estaba de aprender el de coger brujas cuando llegó la luz eléctrica a mi pueblo y ya no supe más de estas criaturas incorpóreas…
En fin, todo soy cuanto nunca he dejado de ser… A lo que ahora vuelvo con exultante alegría: el machete al cinto, la semilla, los cantos y silbos del camino y la labranza…
A quienes fueron puente para cruzar invicto esta otra vida paralela de logros y realizaciones que no me envaneció y en cambio me deparó para compartir con los míos cuanto en aquella infancia solo asomaba improbables, ¡gracias! A Edmundo Farah y Diva Chadid, que me conocieron de vendedor callejero, ya huérfano de padre, y me llevaron a su hogar y familia para que estudiara. A El Universal, de Cartagena, y Diario del Caribe, de Barranquilla, periódicos en los que me inicié como columnista con honorarios desde la primera hasta la última columna que en ellos escribí.
A El Espectador, el de Guillermo, Juan Guillermo y Fidel Cano, en el que por más de 30 años fui columnista, ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!
Abrazos,
* Poeta.