El expresidente Uribe plantea que el actual mandatario instiga a una guerra civil y que hay que sumar para que sea una que enfrente a este último con toda Colombia.
Triple inconsciencia expresa aquí Uribe. Primero, olvida el tono brutal, lleno de acusaciones temerarias (como la que nos ocupa hoy) que usó contra la oposición durante su gobierno. Para no hablar de las persecuciones, espionajes, depredaciones. Segundo, olvida la política de odio, de no dejar gobernar y de hacer invivible la república que su partido y su entorno han adelantado desde el primer día en que Petro accedió al poder. María Fernanda Cabal, uno de sus principales alfiles, ha planteado varias veces que no hay que dejarle terminar su período. Los demás han buscado sabotear cualquier iniciativa oficial en el parlamento.
Y tercero, olvida que los días en los que el país se unió bajo su égida se fueron para siempre. No es que le “secuestraran” su “reputación”. Es que esta está irreparablemente manchada. Demasiados crímenes espantosos, demasiada brutalidad, demasiada corrupción, demasiado gatillo fácil contra la ciudadanía.
Además, las manifestaciones del mes que pasó demostraron una realidad sencilla que cualquier político con un mínimo de sensatez tendría que saber asimilar. La extrema derecha tiene una base social real. La izquierda y la centroizquierda tienen una formidable. Los días en los que Uribe se formó, en los que los izquierdistas eran marginales social y políticamente, se fueron. De hecho, la existencia de una izquierda relevante se debe en parte a los gobiernos extremistas y violentos de Uribe. Cada vez que este abra la boca, se fortalecerá, por simple instinto de conservación.
Por consiguiente, estamos condenados a vivir juntos. ¿Cómo hacerlo? En la columna anterior planteé una salida: un acuerdo que reconozca que fuerzas diversas pueden gobernar. Esto no es sólo electoral. Tiene otras implicaciones prácticas importantes. Verbigracia, si desde el Gobierno se da la instrucción de no disparar a los manifestantes, eso es un paso civilizatorio importante para todas las fuerzas en pugna. Si hay alternación, a ninguna conviene una fuerza pública de gatillo fácil contra los opositores.
El uribismo plantea que esto es un ataque a la fuerza pública y una manera de desmoralizarla. Parte esencial, muy peligrosa, de su política es cultivar los resentimientos y las esperanzas de los violadores de los derechos humanos. Pero eso es terriblemente destructivo para la fuerza pública. Las relaciones cívico-militares fueron construidas en Colombia sobre la idea de que no se contaminarían de conflictos partidistas. Eso siempre fue difícil. Con la aparición y el desarrollo de una izquierda relevante requeriremos de una nueva adaptación.
Obviamente, el uribismo quisiera seguir insistiendo en la vieja y brutal mentalidad de disparar primero y justificar después. Pero hay también una larga tradición colombiana sobre la que se podría construir una visión diferente, más orientada al futuro y menos a la lógica extremista de amigo-enemigo y guerra civil. Cuando el general Rafael Reyes —el primer gran modernizador de nuestra fuerza pública— habló a sus soldados por ahí en 1902, poco después de terminar la guerra de los Mil Días, ya que los iba a mandar a desarrollar nuevas actividades, comenzó su arenga diciendo: “Vayan tranquilos, con los corazones satisfechos, pues ya no se dedicarán a matar a sus hermanos” (cito de memoria).
Separar el desarrollo de la fuerza pública de las peleas puramente partidistas es una precondición del cultivo de nociones básicas profesionales como el honor, la disciplina y la capacidad técnica. El país a veces se olvida del muy difícil camino recorrido en ese sentido. ¿Cuántos generales de alta graduación están en la actualidad involucrados en crímenes serios? Hace tres lustros era una lista larguísima. ¿No se ha evolucionado también en la Policía? No veo desmoralización, sino un avance tranquilo pero muy importante. Desmoralización y degradación son el grotesco y sádico entusiasmo ante los ojos y cuerpos reventados o la ternura por Popeye.