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Costas extrañas

Tres apuntes sobre una tragedia

J. D. Torres Duarte
21 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.

En Áyax, de Sófocles, ocurre el declive de un héroe. Pero también ocurre su ascenso. ¿Qué más se podría decir de un guerrero que, para morir, opta por enterrarse él mismo su espada?

Aquiles muerto, Áyax considera que él, que le sigue en denuedo y brío, debe recibir sus armas. Pero Odiseo, en un sorteo arbitrario, se las arrebata. Áyax enfurece y decide matar a quienes lo desfavorecieron. Una diosa lo engaña, sin embargo; Áyax aniquila una tanda de ganado creyendo que se trata de los jueces que han entregado las armas a Odiseo. Cuando cae en cuenta, se avergüenza y se suicida. Entonces su medio hermano, Teucro, interviene para atajar la decisión real de abandonar su cuerpo a la intemperie y los gallinazos, y pide para él un entierro honorable.

Áyax, una de las siete piezas trágicas de Sófocles que se conservan íntegras, fue producida en el siglo quinto antes de la era común, cuando los hombres preferían evitar la osadía vulgar de morirse. Mejor: cuando morirse era un acto narrativo. En mi primera lectura, hubo tres asuntos que sedujeron a mi oído.

Uno: el entierro

Teucro arriesga su pellejo al insistir ante los reyes de Micenas y Esparta, Agamenón y Menelao, en que Áyax debe ser enterrado antes que abandonado a la voluntad del aire. A Menelao, incluso, lo aborda con un desdén burlón: se mofa de su pomposidad, de sus palabras, de las trompetas que anuncian su arribo. Ante Agamenón comete un atrevimiento mayor: lo refuta. ¿Por qué tomarse tantos riesgos por un amasijo de carne y huesos, sangrando por una espada?

Áyax no puede ser enterrado, consideran los reyes, porque es un enemigo y un traidor. El entierro es, por ende, un rito exclusivo para los aliados: por medio de él se honra su memoria y, por esa misma vía, sus hechos. Nadie debería rememorar los hechos de un traidor. “La carrera de un hombre sólo acaba con su inhumación”, escribe C. M. Bowra en Historia de la literatura griega a propósito de Áyax. Al prohibir su entierro, se lo obliga, de algún modo, a vivir por siempre en la vergüenza de su traición.

Pero Teucro reitera que, pese a sus últimas horas convulsas, Áyax fue un héroe, salvó a sus compatriotas, ganó la guerra, y enterrarlo es la forma de reconocer su heroísmo y de que su tránsito hacia el Hades sea cómodo. La misma obstinación se encuentra en Antígona, otra de las tragedias de Sófocles, cuando ella entierra a su hermano sin la autorización de Creonte, rey de Tebas, so riesgo de ser condenada a muerte. El tribunal de la muerte, parece decir, no puede ser gobernado por las leyes maniqueas de los hombres.

Teucer insiste en el entierro, además, porque es una forma de justicia. Al privar a Áyax de las armas de Aquiles, al entregárselas en cambio a Odiseo, los griegos desdeñaron a su héroe, lo despojaron de su derecho natural. Enterrarlo como se debe, con sus armas, permite enmendar aquel yerro.

Dos: su esposa y su hijo

Tecmesa, la esposa de Áyax, proviene de una familia rica de Frigia y fue forzada a casarse con él. Aunque está esclavizada, su posición en términos narrativos no es la de una esclava.

En la primera mitad de la tragedia, su voz predomina. Ella cuenta al coro los detalles de las fechorías de su esposo: cómo ató y arrastró al ganado hacia su tienda y degolló a los animales uno a uno; qué ocurrió cuando dejó la tienda por un momento; cómo reaccionó cuando, de modo gradual, descubrió la debacle ejecutada por su espada. Tecmesa cuenta los hechos visibles y el estado íntimo de Áyax. Es decir: es dueña de su historia, la domina, tiene poder sobre ella. Es tanto o más importante que Áyax, al menos en los primeros estadios de la tragedia.

Tras la intervención de Áyax, donde desglosa su desgracia interior, Tecmesa le ruega que no se suicide puesto que ella y él son uno, su destino es también el suyo. Si él muere, ella será denigrada, esclavizada en otras maneras inefables: ella y su hijo, Eurísaces. Y es curioso que, tras el suicidio de Áyax, Tecmesa desaparece del relato. Es como si, en efecto, aunque está viva, la muerte de su esposo la hubiera convertido en un espectro.

En cambio, su hijo pasa a un plano prominente. Aunque es un niño de no más de cuatro años, Teucro le encomienda vigilar el cuerpo de su padre mientras él cava una fosa para enterrarlo y le dice incluso que debe aferrarse a él para que los reyes no consigan llevárselo. Es increíble su petición: ¿cómo va a luchar un niño contra Agamenón o Menelao, reyes con experticia en la batalla, con una escolta violenta y numerosa? Debe ser porque, en el fondo, Eurísaces no es un niño: poco antes su padre le ha entregado su escudo, su arma de guerra más preciada y ha vaticinado que será un hombre como él. No se trata de un niño, ni Teucro lo trata como uno, porque es un proyecto de guerrero.

Tres: la posición de la espada

Para suicidarse, Áyax instala su espada —un regalo de Héctor, uno de sus enemigos más despreciados— con el filo mirando hacia el cielo. La empuñadura está clavada en la tierra con tanta firmeza que es capaz de resistir sin tumbarse cuando Áyax se arroja contra ella, con tanta firmeza que lo mata de una sola puñalada limpia.

De haber ocurrido al revés —Áyax postrado sobre el suelo, la espada con la empuñadura mirando hacia el cielo, la punta penetrando el cuerpo de Áyax— habría sido fácil recuperar su cuerpo: se retira la espada, el cuerpo queda libre. En ese caso, la espada posee al cuerpo, determina si se lo puede mover o no. Pero el modo en que Áyax sitúa la espada obliga a su esposa a pensar, apenas lo encuentra muerto, en quién será capaz de cargar su cuerpo para sacarlo de la espada, para quitarle el peso a la espada. En este caso, el cuerpo posee a la espada.

Hasta su final, Áyax declara su dominio sobre su arma, su utensilio de la muerte. Él escoge suicidarse; él elige la forma en que morirá; él planta la espada. Su destino está en sus manos. La espada no lo mata: él permite a la espada que lo mate. De modo que, en vez de ser el término de su declive, su muerte es la consagración de su heroísmo. El suicidio no lo valupea. Lo eleva.

Coda

Me gustaría saber qué otras tragedias (pueden ser también de Eurípides o de Esquilo) los han maravillado. Quisiera leerlos en los comentarios.

De otro lado, ¿han leído a la ganadora del Nobel de Literatura, Louise Glück? ¿Qué recomiendan de su obra?

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Atenas(06773)21 de octubre de 2020 - 07:38 p. m.
Y de tragedias y dramas humanos me embeleso con las de W.Chakespeare, en las q' subyace una displicencia sobre el genero femenino q' dan lugar a múltiples conjeturas sobre su sexualidad y quiza motivo y razón de parte de su obra y genialidad como escritor.
Megas Alexandros(2475)21 de octubre de 2020 - 04:00 p. m.
Filoctetes me parece una tragedia esperanzadora. La capacidad de reaccionar, no ser indiferente, ante el sufrimiento humano.
UJUD(9371)21 de octubre de 2020 - 03:38 p. m.
Al expresidiario hay que regalarle una espada....
Bancho(36704)21 de octubre de 2020 - 12:31 p. m.
J. D: el apunte sobre la posición de la espada de Áyax es esclarecedor sobre el destino de los héroes: cada cual escoge su muerte y cómo morir. Al margen, me encantó lo de "era común". Gracias plenas y abrazos totales. Esteban Carlos Mejía
Alejandro(27289)21 de octubre de 2020 - 12:29 p. m.
La lectura de Las Euménides de Esquilo me transmitió la esperanza que encarna saber que los períodos críticos no son más que el síntoma del cambio natural -e histórico- de paradigmas, y que estos pueden enfrentarse mejor desde perspectivas inteligentes, creativas y abiertas al cambio.
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