Costas extrañas

Un artista del rescate

J. D. Torres Duarte
19 de abril de 2023 - 02:00 a. m.

Como se sabe y se ha vuelto a saber, Franz Kafka sería ceniza y olvido si su amigo Max Brod hubiera obedecido su designio de moribundo de quemar todos sus manuscritos. Brod, en favor de la literatura y en contra de la voluntad de su amigo, los conservó, los editó y los publicó: Kafka nació para el mundo tras su muerte por la obstinación casi fervorosa de un amigo traicionero. Pero los agradecimientos que le corresponden por su audacia y su atinado juicio literario parecen cada vez más del mismo tamaño que los reproches por haber alterado y eliminado partes de esas obras y por haberles impuesto una lectura seudorreligiosa (Kafka el profeta: no Juan en Patmos sino en Praga) que todavía contamina su valoración. Es posible que casi cien años después de la muerte de Kafka y de un universo en expansión de papers y tesis sobre sus estigmas gramaticales, numerosas zonas de su obra (una obra en ruinas y en perpetua construcción) estén oscurecidas por una tenaz labor de edición en parte amorosa, en parte púdica, en parte asfixiante.

La prueba más reciente en el proceso contra Brod es la nueva versión de los Diarios de Kafka en inglés, publicada hace unas semanas. Ross Benjamin, que empleó ocho años en la traducción, se basó en la edición en alemán de 1990 que contiene el texto fiel de los Diarios, sin las supresiones ni omisiones de Brod y con las progresiones truncadas, los pálpitos grises y las idiosincrasias verbales y sintácticas de Kafka (porque un diario, Benjamin se ve obligado a recordar, es justo eso: un torbellino de cabos sueltos, una planicie de desciframientos aplazados). La nueva versión recoge a un Kafka que frecuenta los prostíbulos, mira con deseo a los hombres, cede a sus prejuicios, se burla de la fe judía propia y ajena y se somete a frenéticos exámenes del espíritu en clave poética: un Kafka, en últimas, más espeso y más rico y menos aprehensible y menos fácil que el de todas las ediciones de los Diarios en inglés. En español, la editorial Valdemar defendió un procedimiento idéntico al publicar todos sus cuentos sin las modificaciones y adiciones de Brod, y Galaxia Gutenberg publicó en 1999 sus incompletas obras completas en una edición que aspiraba a superar la de Brod. En Colombia, Guillermo Sánchez Trujillo, lector obsesionado de Kafka, imprimió una edición de El proceso que propone un arreglo distinto de la de Brod y de las de otros académicos de ultramar. En alemán, las ediciones en imprenta ya han burlado los remiendos y las elipsis de Brod.

Tanto en español como en inglés, sin embargo, el cayado de Brod continúa señalando el camino entre los campos agrestes de Kafka. Todavía se encuentran en librerías de nuevo la versión de Cátedra de El proceso que multiplica la de Brod y varias de otras editoriales de los cuentos y parábolas transfigurados por su intempestiva mano amiga, y abundan en los mercados de segunda las viejas ediciones de Emecé de El castillo, América (cuyo título real es El desaparecido) y de los cuentos y aforismos y cartas, que obedecen al criterio de Brod (por cierto: la traducción de La metamorfosis de Losada que se atribuye a Jorge Luis Borges, según confesó Borges, ni siquiera es de Borges).

Ocurre igual o peor en inglés: la traducción de Benjamin de los Diarios, que viene a disputarse un espacio entre las versiones tradicionales traducidas por el matrimonio Muir y basadas en Brod, ha sido celebrada como uno de los primeros esfuerzos serios para liberar a Kafka del peso de su amigo (es engañoso: aunque falten esfuerzos, ya otros traductores han buscado con seriedad menguar su influencia). Jordi Llovet, editor de las obras completas en Galaxia Gutenberg y traductor al catalán de La transformación (el título con que se traduce hoy La metamorfosis), dijo esto cuando le preguntaron por la labor de Brod con los cuadernos de Kafka que contenían anotaciones varias: “Max Brod fue sacando lo que pareció que eran narraciones, las tituló como quiso y así apareció un cuerpo narrativo kafkiano que de hecho es falso”. El lector más purista tendría que resignarse a leer de Kafka sólo lo que él publicó en vida (La transformación y un par de libros de relatos, que contienen, entre otros, ‘Un artista del hambre’, ese relato hermoso cuya parodia sin imaginación da título a esta columna), que existen en traducciones más o menos afortunadas.

Que prosperen y circulen y predominen las ediciones de Brod es apenas una parte del problema: el grueso del desastre proviene de la lectura de Kafka que se respira en esas ediciones. En uno de los ensayos de Los testamentos traicionados, Milan Kundera atacaba la falsa santificación a la que Brod sometió a Kafka a través de sus múltiples inspecciones espirituales en forma de novelas, biografías y prólogos (en una de esas novelas, Brod rebautiza a Kafka, con modestas aspiraciones de camuflaje, como Garta). La imagen de profeta sufriente que perdura y gobierna en el estudio de los escritos de Kafka y en su reputación popular es obra de Brod: para Brod, Kafka era una suerte de santo que había bajado a las llanuras sin sol de la tierra a pregonar anuncios del más allá, y como ningún santo debería penetrar en los santuarios de las prostitutas ni acariciar con los ojos los cuerpos de los muchachos, Brod enmendó numerosos pasajes de sus manuscritos para ajustarlos a su lectura de impecabilidad (perdió la oportunidad, de otro lado, de inventarse a Kafka como un profeta convertido, otro San Agustín: un traficante de pecados que, a pesar de su vida siniestra, retorna a gatas a la luz, desde siempre en él. Quizás en ese juego de ficciones, como en la novela que escribió sobre Garta, Brod sufrió ausencia de imaginación).

Kafka, recuerda Kundera, posee valores literarios y estéticos que Brod optó por subestimar y a veces desdeñar, y es quizás en esos valores (metafóricos, fabulísticos, ambiguos) donde se encuentran sus incursiones más aventureras (García Márquez lo entendió al reconocer en La metamorfosis, ante todo, una forma de contar cuentos). Sus libros tienen además humor y risa: la comedia crece silvestre en los trabajos inflexibles del desastre. Kafka no está restringido por una filosofía religiosa ni sus novelas y cuentos son meras ilustraciones, meros epígonos, de un conjunto de revelaciones y augurios sobre el destino de los hombres. Él, como todos los buenos escritores, es un traductor de emociones en imágenes. Es un labrador de metáforas: la metáfora vive y florece por su grado de disposición hacia la variedad. Kafka resulta cada día menos domesticable, lo que quiere decir que cada día se descubren mejor sus hazañas de enorme metaforista. Cada día, para congoja de toda una industria académica, Kafka es menos profeta y más escritor.

Pero no se puede olvidar, como se ha dicho y se ha vuelto a decir, que Kafka existe por la tenacidad de Brod. El castillo, El proceso, El desaparecido, las cartas, los aforismos, los cuentos y los diarios ocupan los estantes de todas las librerías y bibliotecas del mundo porque Brod, en un acto de admiración pura y desinteresada (también excesiva: la admiración desbordante sustenta numerosas deformaciones), preservó sus papeles y se empeñó en convencer a las editoriales y a los reseñistas de irradiar la voz escrita de un hombre que en vida había sido apenas conocido y que ahora muerto podía proyectar con suerte un fracaso en ventas y en popularidad. Fue una pelea que Brod dio en soledad y con un fardo de algo que sólo puede llamarse fe. Habría que conceder que las vías equívocas de su interpretación supusieron, pese a su ansiedad santificadora, una larga escuela de publicaciones y ensayos sobre Kafka a la que se debe su renombre en todas las lenguas y el interés de miles de lectores (o la contemplación de pocos, que los hace muchos). Es por cuenta de ese errar amoroso que se pueden leer los libros de Kafka y se pueden discernir los grumos de oro entre esa obra gris.

Porque, aunque Brod estuviera equivocado en su exégesis de Kafka, no lo estaba en su importancia como escritor. Hoy nadie duda de que Kafka está al lado de Proust y de Joyce (salvo el reseñista de criterio desganado que asume que ninguna obra sobre la parálisis y el ridículo y la ruina puede ser al mismo tiempo dúctil, vigorosa, bella y admirable): haber entendido la magnitud de su figura en los años veinte, cuando Kafka no había conseguido ningún impacto ni ninguna validación, y haber descubierto que los suyos no eran unos manuscritos sin fin sino infinitos fueron los grandes aciertos de Brod.

De hecho, apuesto que Kafka es impensable sin Brod. Si Kafka es un artista de lo inacabado y de la eterna postergación, como lo llamó Borges, se debe a la voluntad de Brod. Su obra, en la forma fragmentaria y abierta en que se preservó, no sólo no habría sido publicada por Kafka en vida (como lo sugiere Philip Roth al imaginar, en uno de sus ensayos de Reading Myself and Others, que Kafka sobrevive a su tuberculosis y se embarca en una típica vida judía en Estados Unidos sin decidirse nunca a publicar sus novelas inacabadas), sino que, incluso si se hubiera lanzado a publicarla, tampoco habría encontrado un espacio en el ambiente cultural para desplegarse a gusto y ser correspondida. A la máquina literaria no le habrían interesado ni su Carta al padre, ni su castillo, ni su K, ni sus parábolas de buitres y trapecios. La incompletud, que es uno de sus valores más estimulantes y más ambiciosos (que se reveló, en la insatisfacción y la inseguridad de sus procesos de escritura, como uno de sus valores naturales), no habría encontrado eco en un medio que busca que sus productos ofrezcan un acabado contundente, un inicio, un nudo y un desenlace: un panorama de tranquila finalidad.

Habría sido una obra malentendida, como la malentendí por distraído unas líneas atrás al llamarla apenas inacabada: es inacabada pero no inmadura. Es un árbol de buenos frutos, puntuado de muñones, pero hasta los muñones huelen a nuevos frutos. Brod creó las condiciones para que la obra extraordinaria y poética de un desconocido, su cartografía de retazos, incluidos su material más íntimo y sus escritos menos convencionales, fuera reconocida como una maravilla literaria (es curioso que Kundera, que abomina de las publicaciones póstumas y de posicionarlas en igualdad con las obras literarias, nunca le eche en cara a Brod la publicación de los escritos privados de Kafka: como si, para Kundera, o para Kundera bajo el influjo inadvertido de Brod, todo lo escrito por Kafka fuera su persona literaria; como si todo Kafka, hasta las cartas que dirigía a sus amores, fuera invención poética). Brod creó las condiciones para que el fragmento fuera fin.

Kafka fue, en parte, su invención. No sería extraño que en el centenario de su muerte, para placer de la simetría, nos levantáramos con la noticia de que Kafka fue en realidad el hombre en que amaneció convertido Brod después de una noche de sueños atribulados.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

Temas recomendados:

 

nestor(17375)22 de abril de 2023 - 09:31 a. m.
Excelente como siempre. Mil gracias
Juan(3racf)21 de abril de 2023 - 12:21 a. m.
Maravillosa lectura. Qué bueno volverlo a leer.
Ana(dubiy)20 de abril de 2023 - 07:02 p. m.
Chévere volverlo a leer, ya me preguntaba qué había pasado con su columna. Sobre lo de Kafka, ¿cuál es la editorial alemana de los diarios de 1990 en la que se basa Benjamin? ¿Se trata de una edición crítica?
Álamo(88990)19 de abril de 2023 - 04:57 p. m.
¡Kafkiano!, lo de Brod, por decir lo menos. Gracias por sacar a la luz este trabajo.
Diego(54541)19 de abril de 2023 - 03:31 p. m.
Gracias por volver. Como siempre tus artículos son una invitación a leer cuidadosamente , y en este caso volver a leer a Kafka.
Ver más comentarios
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar