Hace cinco años, en una de las entrevistas que más he disfrutado hacer para entender el poder, el fallecido “eterno congresista” Roberto Gerlein me dijo que en cierta manera la democracia electoral en Colombia era una ilusión, debido a que está determinada por quienes ostentan el poder económico. Aquel arranque de sinceridad, bajo la calma del retiro y en el ocaso de la vida, cobra vigencia frente a las sospechas —y certezas— que se han encendido respecto a la financiación de las últimas campañas presidenciales en el país.
En Colombia nos decimos muchas mentiras como sociedad, una de las más grandes es la de los topes de gastos que contadas campañas cumplen. Hay un esquema permitido de financiación pública y privada, una autoridad electoral que fija unos máximos según el censo y un aplicativo (llamado Cuentas Claras) en el que cada organización y candidato debe registrar un informe oficial de ingresos y gastos.
Y mientras todas esas formalidades lucen impecables en papel oficial, por barrios y calles de pueblos y ciudades se pueden ver correr los ríos de billete que inundan el territorio nacional elección tras elección. Campañas con abrumadores despliegues publicitarios, candidatos con los bolsillos llenos para resolver cualquier necesidad que traiga un simpatizante y eventos masivos que parecen más superconciertos, al tiempo que en Cuentas Claras reportan tres pesos y un crédito del banco.
Si la llamada gran prensa renunciara a su mirada centralizada y oficialista, o al menos la atenuara, podría detallar mejor esos indicios expuestos en la periferia por candidaturas financiadas, casi siempre, con plata robada de la contratación pública o de estructuras armadas ilegales.
El embuste de los topes es tan monumental que la inversión que hay que hacer para ganarse un ente territorial supera hasta 20 veces o más el monto permitido. Gastos fijados por ley en máximo 2.000 o 3.000 millones terminan siendo en realidad de 30.000 o 40.000 millones de pesos, que es lo que, en promedio, cuesta hoy ganarse una gobernación grande, según me cuentan curtidos políticos profesionales.
Por supuesto, todo este fraude de la democracia pasa por la incompetencia de una autoridad electoral sin capacidad de investigación ni presencia territorial, cuyos integrantes, además, son elegidos por los mismos políticos y partidos que incurren en este delito o lo permiten. El Congreso renovado que llegó el año pasado era el llamado a sacar adelante por fin una reforma política que, entre otras, garantizara la independencia del Consejo Nacional Electoral. A juzgar por la posición de algunos frente a la disminución del salario de los congresistas, que en campaña tanto usaron en estrategia populista, parece que este cuatrienio tampoco será ese cambio.
Desde entidades como la Misión de Observación Electoral (MOE) se oyen voces que proponen considerar unos periodos de financiación preponderantemente estatal con verificación. Ese ajuste al sistema permitiría, entre varios asuntos, aproximarse más a conocer cuánto cuestan de verdad las campañas en Colombia. Si tenemos buena suerte, quizás también podría desestimular la compra de votos, un delito claramente relacionado con la violación a los límites de gastos en las campañas electorales.
Más allá, si el Estado pone la plata tal vez disminuiría la desigualdad que existe en el acceso al poder. Para las regionales de este octubre, fuentes en Sucre me cuentan que ya hay campañas ofreciendo hasta 200.000 pesos por un voto. Así no hay quien pueda competirles a ciertos cuestionados. Y la democracia electoral seguirá siendo una ilusión, como explicó Gerlein. Y él sí sabía.