La semana pasada, en la Ópera Metropolitana de Nueva York, una representación de una ópera wagneriana fue interrumpida por un ínfimo grupo que sacó carteles y comenzó a gritar frases contra el cambio climático. Ya en varias oportunidades la prensa ha informado de fanáticos que deciden pegarse en museos con adhesivos a obras de arte importantes de Van Gogh, Renoir o Picasso entre otros, con el pretexto de defender sus ideas sobre cómo camina el mundo. Hay vándalos que han destruido monumentos públicos con pretextos similares y en Ámsterdam otro fanático se subió al escenario en la mitad de un concierto sinfónico y comenzó a gritar en forma desaforada en defensa de alguna causa. En París algunos edificios que albergan museos y casas de ópera han sido manchados con grafiti con lemas similares.
No nos equivoquemos: las tesis que defienden esos vándalos pueden ser muy meritorias, pero es claro que un puñado de activistas está destrozando el derecho de una mayoría a gozar de óperas, conciertos u obras de arte y creen estar en posesión de la verdad revelada sin consideración alguna por el resto de la gente. Esa gente son una catástrofe cultural y aunque el pretexto de ellos es que en esa forma pueden llamar la atención a problemas del planeta, lo cierto es que están abusando de la llamada libertad de expresión, que permite a cada cual expresar sus opiniones, pero no a costa de los demás y mucho menos destruyendo bienes culturales valiosos e irreemplazables. Aquí cabe recordar la famosa e importante frase de José Martí, quien dijo que “tu derecho a extender tu mano se acaba donde comienza mi nariz”.
Lamentablemente se ha difundido la creencia de que porque alguien tiene alguna tesis para defender eso le da derecho a cometer actos de vandalismo y destrozar el derecho de los demás a no estar de acuerdo con esas creencias. Cuando el resultado final es el de destrozar bienes culturales únicos, hay que decir que a esa gente hay que caerle con el peso máximo de la ley, ya que por mostrar y defender alguna idea está causando daños irreparables. Aquí no hay libertad de expresión que valga, puesto que no se limitan a exponer sus ideas sino que invaden la tranquilidad de los demás. Con el hecho incuestionable de que muy probablemente, así esas ideas sean razonables, ante esos ataques inmisericordes a la cultura, muchos deciden ser partidarios de ideas opuestas a las que exponen los fanáticos.