No es tan evidente como parece el pequeño gran escándalo en el que se encuentra el gobierno de Duque con el tema de la captura de Otoniel.
Yo me entregué, afirmó Otoniel ante el capítulo de la JEP dedicado a Urabá. Y todo el combo reaccionó.
El ministro de Defensa salió a desmentirlo. Nos recordó la Operación Osiris, los anillos de seguridad, la infantil idea de “el peor narcotraficante de la historia del siglo XXI” (después de todo, es la misma administración de la campaña tipo Netflix de “los símbolos del mal”).
En el Ejército y la Policía insistieron en la narrativa de una captura por sobre la de una entrega. Otros gritaron sus enérgicos gestos de rechazo.
Bien mirado, entre tanto, el propio Otoniel reconoció que se entregó para que no lo mataran.
Como quien dice que el operativo, los anillos, las carteleras de colegio y todo lo demás fueron efectivos. Sin embargo, claramente el honor de nuestro aparato de defensa se dio por ofendido.
En juego quedó la cantidad de testosterona con que se concibe la política de seguridad.
Los marcos interpretativos de la estrategia de seguridad, reducidos a la escala de valores que va de los malos a los muy malos (y los horriblemente malos), quizá expliquen la colegial reacción de Duque.
En su aparición para desmentir a Otoniel, Duque lo equiparó a una “sabandija”.
Un lenguaje cercano al mundo de las fábulas para niños que el Ministerio de Defensa nos impone. Pero con repercusiones en la vida adulta de los ciudadanos, las instituciones y la democracia colombiana.
El presidente de Colombia reiteró, como ya es costumbre en la guerra colombiana, que estamos en el Serengueti. “Lo veníamos cazando”, dijo Duque, cual rey de España persiguiendo elefantes.
¿Y cuál es el problema con que Otoniel se haya entregado en vez de capturarlo? ¿A qué le temen?
La política de seguridad depende demasiado del frágil ego masculino de Duque y sus amigos.