Sombrero de mago

Las “malas palabras”, del Quijote a Fontanarrosa

Reinaldo Spitaletta
07 de mayo de 2024 - 09:00 a. m.

Ese muchacho es un “boquisucio”, y aquel un “palabroso”, y el de más allá solo dice “malas palabras”. Así era el rumor de barrio, de señoras muy bien puestas e inmaculadas cuando, sobrecogidas, nos escuchaban soltar a los de la esquina un repertorio de hijueputazos y otras “palabrotas”. Me acordé por estos días, cuando una noticia advertía que los de Medellín (ah, y también los de Bello, de donde soy oriundo) son los que más “tacos” o “groserías” decimos, característica de vieja data, incluidos los antecedentes montunos y ancestrales de “arre, mula hijueputa”, sí, me acordé, digo, de Roberto Fontanarrosa, humorista gráfico y escritor argentino.

En 2004, durante el Congreso de la Lengua Española, en Rosario, el creador de Boogie, el aceitoso y de la historieta Inodoro Pereyra (el renegáu) presentó una ponencia oral sobre las “malas palabras”. “¿Por qué son malas las malas palabras?, ¿quién las define?, ¿qué actitud tienen las malas palabras?, ¿les pegan a las otras palabras?”, se preguntó, ante una risueña audiencia, el autor del que puede ser el cuento de fútbol más bello y quizá el más triste de todos los tiempos, 19 de diciembre de 1971, también conocido como “El viejo Casale”.

“Hay palabras de las denominadas malas palabras que son irremplazables, por sonoridad, por fuerza. Algunas incluso por la contextura física de la palabra”, dijo Fontanarrosa para referirse, con esto último, a “pelotudo”, que es equivalente, aunque no tan sonoro, a nuestro “güevón”, en el sentido de zonzo o bobalicón. Por nuestros pagos también se solía decir “güeva”, para indicar que el señalado era un soberano pendejo, muy usada con ciertos presidentes y otros funcionarios.

Por sonoridad y también por historia, el hijueputazo sigue siendo el rey de las a veces ultrajadas y maltratadas “malas palabras”, que también tienen, según la tonalidad en que se expresen, su aire halagüeño y de alabanza. Ya Cervantes, en su prodigioso Quijote, las asume en distintas acepciones y colores. El “hijo de puta”, que es el insulto castellano por “excelencia”, aparece en la novela de todas las maneras posibles, a veces pronunciado por el ingenioso hidalgo, a veces por Sancho Panza o por otros personajes. Y no falta con la anteposición del “don”, como se lo suelta don Quijote a Ginés de Pasamonte con un categórico “don hijo de la puta”.

El hideputa (o hijo de puta, o, así, a lo paisa, hijueputa) tiene connotaciones, decíamos, según el “tonito” en que se diga. Puede ser de vituperio o de encomio. En el diálogo entre los escuderos Sancho Panza y el del caballero del Bosque aparece su uso de ensalzamiento, en este caso referido a las cualidades del vino que el del Bosque le da a probar a Sancho, que se queda mirando durante 15 minutos las estrellas mientras bebe de una gran bota. Qué hideputa vino tan bueno el que se tomó el quijotesco escudero.

Volvamos a las palabrotas de Medellín y sus alrededores. Durante años, la mejor “mala palabra”, de las más significativas, fue hijueputa. Se llegaron a cometer asesinatos y otras agresiones por haberla pronunciado a modo de insulto. Y, desde luego, también se ha utilizado no solo como improperio, sino como loa. Pero con la llegada, tal vez a fines de los 70 y comienzos de los 80, de las mafias y el sicariato, se puso en boga “gonorrea”. Va y viene, se oye a gritos, se filtra en conversaciones de cualquier tema y se utiliza, claro, contra gobernantes, congresistas, alcaldes y otros seres dignos de calificarse como tal, incluidos los malos futbolistas.

En la década del 40 del siglo pasado, Medellín tenía nueve zonas de tolerancia. Había, dicho con la exageración paisa, más putas que obreros (recuérdese que era la ciudad industrial de Colombia). Y, antes de la penicilina, abundaron las enfermedades venéreas. Así que la palabra gonorrea se pronunciaba con vergüenza, sottovoce, casi como un bisbiseo propio de temas clandestinos. No era tan fácil decir de modo audible: “Me pegaron una gonorrea”.

La palabra mierda (que en la costa Atlántica goza de uso generalizado) se ha vuelto común, más que todo porque, en distintas ciudades colombianas, el olor (o hedor) a mierda, lo mismo que a “meaos”, es común en antejardines, aceras, atrios, canaletas… Y también porque, según Fontanarrosa en su sonada intervención, tiene fuerza en la pronunciación. Aprovechemos para recordar que con esa escatológica palabra termina la novela El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez.

Por estas cartografías antioqueñas, más que gonorrea e hijueputa, abunda el “carechimba”, que también se vuelve interjección, según las circunstancias. La noticia informaba que en Medellín un ciudadano pronuncia nueve groserías al día. Parece que no tuvieron en cuenta las que se escupen en un partido de fútbol o en una manifestación, sea oficial o de la oposición.

Las malas palabras, como las mujeres malas de una época, resultan ser muy buenas y terapéuticas, y sirven para desahogarse con los dueños de bancos y con los que están en el poder.

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Hincharojo(87476)11 de mayo de 2024 - 07:49 p. m.
😀😀😂😂😂
Edgar(40706)09 de mayo de 2024 - 12:30 a. m.
Lo comparto totalmente.
LuciaR(5380)08 de mayo de 2024 - 08:50 p. m.
Con un hep.uta los machos maltratan y a ellas se les mata: https://m.elcolombiano.com/medellin/casos-de-violencia-contra-las-mujeres-en-medellin-aumentaron-en-2024-JG24445729
Juan(82042)08 de mayo de 2024 - 12:39 a. m.
Total.
FERNANDO(sv6gc)07 de mayo de 2024 - 11:50 p. m.
Reinaldo le califico su columna con un 10/10, excelente y nos aleja un poco de este galimatías politiquero colombiano. Gracias.
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