Las bombas y el camino hacia la paz

Santiago Villa
07 de marzo de 2017 - 03:00 a. m.

Una mirada cruda al proceso de paz en Colombia asumiría que las Farc se tomaron en serio la salida negociada cuando comenzaron a caer sus cabecillas. Que ciertos caminos de paz se construyen con batallas salvajes a la vez que generosidad política. Es una paz con dosis de sangre fría. Es lo que pareciera confirmar que, a pesar de los muchos acercamientos que hubo durante décadas, la negociación con las Farc sólo tomase forma cuando murieron Tirofijo, Raúl Reyes, el Mono Jojoy y Alfonso Cano. Cuando los miembros del Secretariado se vieron acorralados por los bombardeos. 

Es racional. Nadie deja de pelear una guerra de 50 años si sale menos costoso continuarla que dejarla. 

Esta postura, no obstante, deja al margen la otra mitad de la historia, la otra cara de la moneda: cuando se abrieron los diálogos de paz del Caguán, el Estado colombiano profundizaba su estrecha relación con el paramilitarismo, y mutaba hacia ese para-Estado que llegó a su paroxismo durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. 

Nadie va a reintegrarse a la vida civil cuando sabe que los paramilitares están a la espera de asesinarlos. 

Cuánto hubo de lo primero y cuánto de lo segundo en la venenosa fórmula que dio para casi quince años de guerra es cuestión de interpretación, y por ende de preferencias políticas.  

Sea como fuere, el Eln no está atrapado en este torbellino. Sus cabecillas no han sido golpeados por los operativos militares (y la vejez) con la misma saña que los de las Farc. Con la excepción del cura Pérez, Camilo Torres y Francisco Galán, entre otros pocos que quizás esté dejando por fuera, los líderes siguen siendo en buena medida los mismos desde hace décadas. El monte ha sido su vida y allí se sienten seguros, protegidos, en control de su tropa y de su destino. Es comprensible que no sea fácil para ellos decidirse a dejar las montañas. La incertidumbre y los peligros que suponen el camino hacia la entrega de armas y la reinserción a la vida civil son sumamente altos. Decir no más a una vida de guerra, como todo paso de la vida con el peso de lo absoluto, requiere de valentía o de instinto de autoconservación. 

Las recientes acciones armadas del Eln son autodestructivas, porque ponen la lógica de la fuerza política en la presión militar. Es, por ende, una cadena que terminará en el exterminio de sus cabecillas y en su reemplazo por otros que estén dispuestos a negociar sin usar el terrorismo (y uso la palabra en su sentido bélico, no ideológico) como elemento de presión. 

¿Por qué? Sigamos la lógica causal. Los líderes del Eln calculan que demuestran fuerza negociadora poniendo una bomba de bajo poder que no sólo mata a un policía en Bogotá y hiere a decenas más, sino que vuelca la opinión pública en su contra. Esto no es un punto baladí, pero es uno que podríamos llamar jocosamente "la estulticia guerrillera", pues resulta endémico a las guerrillas colombianas. Si las Farc hubiesen entendido mucho antes el valor de la imagen en una negociación política, quizás habría ganado el SÍ en el referendo, e incluso habrían logrado más ventajas en los acuerdos. Pero no, "la estulticia guerrillera" dicta que la opinión pública no vale nada porque está manipulada por las oligarquías, así que, en lugar de armarse de ella ―y navegar este nuevo entusiasmo por el pacifismo― para obtener las mayores ventajas en un proceso de diálogo que sólo tiene dos años para concluir exitosamente, se la echan encima. Con eso aplazan el proceso. Crean una crisis política perfectamente innecesaria que, en el mejor de los casos, los volverá a traer al punto inicial. Es decir, donde estaban antes de las bombas. No se habrá avanzado. Pero este es el panorama optimista. Incluso si la crisis se supera, el Eln ya perdió.

El Eln no tiene más salida que la negociación y la está saboteando. Optar por el terrorismo urbano es una operación kamikaze porque no se compadece con la fragilidad militar de su movimiento.

Si los diálogos fracasan, el Eln pasa a ser la única guerrilla que un ejército especializado en matar guerrilleros tendría que combatir. Un ejército que decimó a las Farc en una década y media volcaría toda su logística, equipamiento militar y bombas inteligentes contra los líderes del Eln. Si no se esconden en otros países caerán más pronto que tarde. Incluso si toda su jefatura se resguardase en Venezuela, desde otro país logísticamente no es tan fácil mantener la cohesión de una organización. 

No estamos en 1980. El Eln no sobrevivirá como movimiento sin convertirse en un cartel de la cocaína hecho y derecho. ¿Acaso es eso lo que pretenden? Quizás. Lo sabrán ellos. 

A menos que el ejército relaje la presión militar sobre el Eln, o permita que los residuos de las Farc y sus rutas de narcotráfico revitalicen militarmente a esa guerrilla, sus días están contados. 

En estas conversaciones debe haber deseos de paz, pero también el realismo que hace posible la construcción de una negociación política exitosa. Si el Eln aprovecha un amague de diálogo para apoderarse de lo que dejaron las Farc, volveremos a tener una guerra muy larga. Calcular en qué momento dejar los diálogos es una decisión de enorme responsabilidad histórica. 

Por supuesto, el camino ideal no es volver a la guerra, matar cabecillas y volver a negociar. Eso no tiene ningún sentido humanitario. Sería preferible ver al Eln hacer un acto público de contrición y presenciar un giro en su postura. Que trate de recuperar la confianza que hizo estallar en La Macarena. Lo primero no va a pasar. Lo segundo, quizás, pero no hay que darles demasiadas oportunidades. Una guerrilla de 1.500 hombres, si se combate de forma profesional, sin echar mano de paramilitares y de masacres, en franca lid tiene sus días contados.  

Twitter: @santiagovillach

 

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