Publicidad

Los ojos iluminados

Sorayda Peguero Isaac
12 de noviembre de 2022 - 05:30 a. m.

Recuerdo que una mañana subí a un taxi en la estación de Atocha y le di las indicaciones al chofer para que me llevara a la calle del Pez Volador. “¿Usted sabe de dónde viene el nombre de esa calle?”. El taxista dijo que no lo sabía. Hice una búsqueda rápida con mi teléfono y leí que desde algunos lugares del hemisferio sur puede verse una constelación bautizada con una palabra que hace referencia a ese pez: Volans. No sabía nada de la constelación ni que existía esa insólita criatura. ¿Un pez que vuela? ¿En serio? Fui por todo el camino asomada a la ventanilla y con la mirada puesta en el cielo de Madrid.

Una bandada de peces alados surcando las nubes provocaría gran conmoción. Pero el asombro por lo extraordinario no tiene mucho mérito. Los servicios de emergencia colapsarían ante la avalancha de ciudadanos aquejados de tortícolis severa. Mi mamá llamaría desde República Dominicana: “¡Mija! ¿Viste las noticias? Y ustedes se ríen cuando yo digo que el mundo se ta acabando”. En cuestión de minutos y antes de que las unidades móviles de los noticieros salieran disparadas a dar cuenta de la novedad, las pequeñas pantallas estarían llenas de imágenes del suceso. Después los peces voladores pasarían a ser parte del paisaje de nuestra indiferencia. Como las gaviotas.

Stefan Zweig contaba en sus memorias lo mucho que disfrutaba paseando con Rainer Maria Rilke por las calles de París. Decía que “aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con los ojos iluminados”. Rilke salió victorioso de la batalla que todos libramos en la infancia: mantener el asombro o perderlo para siempre en alguna senda lúgubre del viaje a la adultez.

Hace unas semanas, cuando regresaba a España desde Colombia, una asistente de vuelo me dijo que podía enviar mi equipaje de mano a la bodega del avión. Suelo declinar esa cortesía. Pero pensé en las horas que me esperaban en el aeropuerto antes del embarque. Olvidando por completo que era ahí donde estaban mis libros, me deshice de la maleta con la premura de quien se zafa de un incordio. Y, claro, lo primero que hice después de pasar el control de seguridad fue buscar una librería. Un amigo me ayudó con la selección. Me habló de un autor colombiano que le gusta mucho y que me era del todo desconocido: Tomás González.

Elegí el libro por su título, Asombro, palabrita que se las trae y que empezó a perseguirme a comienzos de este año. “Incapaces de asombrarnos por el vuelo de las gaviotas, nos vemos obligados a buscar hombres de tres metros, niños con muchos brazos (…) Sería bueno creer que hay algunos que no son arrastrados por el infierno de la rutina, infierno que tuvo su origen en el orgullo de creer saber cómo es el mundo”.

Una tarde estuve paseando por Bogotá con este amigo que me convenció de leer a Tomás González. En un parque vimos un pájaro de color oscuro picoteando entre la hierba. No estaba lejos de nosotros. Se acercó lo suficiente, como para dejar claro que no era tímido, y se quedó mirándonos con un gesto de franca sugestión. “Es un mirlo —dijo mi amigo—. Son atrevidos y muy inteligentes”. Él, como Rilke, salió victorioso de la batalla. Las horas tranquilas y atravesadas por cierto tipo de luz, un pájaro de inquietante mirada… Eso es. Esa es la verdadera hazaña. Mantener el asombro por las cosas que conservarán su halo sagrado cuando de nosotros no quede más que la memoria de quienes nos recuerden, un hatillo de huesos y un tenue rastro de polvo. Poco más.

sorayda.peguero@gmail.com

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar