¿Cómo mejorar la educación superior?

Columnista invitado EE
21 de junio de 2017 - 04:10 p. m.

Por: Gregory J. Lobo

En la revista Dinero recientemente hubo un reportaje sobre el ranking de las universidades en el país con las de siempre — los Andes y la Nacional — liderando en las varias categorías, por lo general.

Si el país puede jactarse de tener universidades de alta calidad, igual es evidente que — como se ve en todo el mundo — muchos estudiantes se gradúan sin poder razonar ni comunicarse bien. Sí, se gradúan llenos de opiniones e incluso rebosados de “conocimiento”; además, pueden algunos denunciar con fuerza y criticar con entusiasmo. Pero la vasta mayoría no es capaz de analizar un fenómeno social, cultural, político o histórico. No es capaz de construir ni representar argumentos lógicos, coherentes, en tono dialéctico, mesurado, y ameno para cualquier lector.

Hay dos causas, principalmente. Primero, los propios estudiantes no lo estiman ni valioso ni importante ser elocuente. En vez de preocuparse por sus lectores (generalmente el profesor), asumen que lo importante es escribir algo y ya. De alguna manera la esencia de sus ideas quedará manifiesta en lo escrito, y no puede haber evaluación negativa de lo escrito porque escribir es algo personal, algo propio, y en tal orden de ideas todo vale.

Los profesores, por su parte, ya entienden que cualquier sugerencia que implica que lo escrito tiene problemas será tomada como una agresión en contra del ser, la persona y el buen nombre del estudiante. De allí surge todo tipo de problemas, pero el fundamental es que los (muchos, demasiados) estudiantes entreguen lo que alcancen redactar la noche anterior, creyéndolo una expresión de su intelecto único y particular, y los profesores les devuelvan notas “infladas” buscando evitar cualquier fricción incómoda.

Yo no creo que exista un profesor en todo el país, incluso en todo el mundo, que no reconozca esta realidad. ¿Qué se puede hacer?

Necesitamos soluciones puntuales. Aquí va una, para Colombia por lo menos. Tenemos que convertir los primeros dos años de estudio en la universidad en “años de aterrizaje”. Actualmente, los estudiantes empiezan a generar un promedio general desde el primer día de su carrera universitaria. Si llegan a la universidad con destrezas no muy bien consolidadas, su promedio general va a sufrir por eso. Los profesores no quieren darle notas “malas” al trabajo malo porque incide en tal promedio, por un lado; por otro, las notas malas son tomadas, como he dicho, como ofensivas, como atentos en contra de la integridad de la persona. Tales notas no reconocen el esfuerzo, el buen desempeño en otras materias, el nivel del colegio donde estudió el estudiante, y así sucesivamente.

Pensar los primeros dos años de la universidad como años de aterrizaje para los estudiantes es volvernos a la realidad. El trabajo de los estudiantes en aquellos dos años recibirá una evaluación honesta. El hecho es que los estudiantes — a pesar de haberse ganado todos el cupo en la misma universidad — entran con destrezas y niveles diferentes, lo cual conduce a que los bien preparados saquen mejores promedios desde el primer día y a los no tan bien preparados les cueste amañarse a la vida universitaria — con promedios correspondientes. En un escenario que pretende ser educativo esto no es justo. Pero tampoco lo es inflar los promedios para que nadie quede mal. (Porque así todos quedamos mal.)

En cambio, si todos nos volvemos más rigurosos, los trabajos mal hechos se los puede evaluar de manera que se entienda que son trabajos mal hechos y por qué, que son trabajos que no alcanzan el nivel requerido por la universidad — y la sociedad.

A través de los dos años de aterrizaje (tal vez sea un año, o un año y medio; probablemente tenga otro nombre — eso es lo de menos) los estudiantes podrían aprender lo básico tanto de sus carreras como de lo que un ciudadano capaz de intervenir en los discursos y escenarios de gravedad del país de manera coherente, razonada y dialéctica. Es decir, podrían aprender a discernir entre una producción bien elaborada, según normas convencionalmente reconocidas, y una producción, pues, mal hecha — y sin perjudicar su promedio general. Podrían familiarizarse con tales normas y llegar a reconocer su valor en tanto bien público. Podrían terminar dándose cuenta de que la universidad no es un escenario de afirmación personal sino de, más bien, negación, evolución y superación — de aufhebung, como dirían los alemanes.

Habiendo terminado los primeros dos años por lo menos aprobando los cursos que se dieran en ellos, los estudiantes ya podrían empezar a generar su promedio general del cual tanto se preocupan ellos así como los empleadores, enterados de las normas de evaluación y de la verdadera calidad de un trabajo excelente. Y a partir de la reforma sugerida, todos podríamos estar tranquilos de que tal promedio refleje el desempeño real del estudiante, y nada menos.

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