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Como sentencias

Fernando Araújo Vélez
22 de marzo de 2015 - 02:00 a. m.

Esta maldita locura de las palabras, que son sentencia a veces, y a veces simple fórmula cordial o mentira, que nos hacen creer que aquello que no nombran no existe, y nos llevan por la vida en su búsqueda a pesar de que sabemos que son inaprensibles.

Esta locura de pensar en palabras y no en imágenes, de desechar sensaciones porque a esa sensación tan nuestra, tan única, nadie le puso nombre. Esta maldita locura de buscar verdades por todos los rincones, e ignorar que las palabras que fueron y son heridas, las que son recuerdos y las que nos marcaron para siempre, las que nos condenaron, todas, fueron palabras en un momento y bajo unas circunstancias.. Sin embargo, quedaron, trascendieron y fueron selladas con ese sello indeleble de Lo dicho, dicho está. Luego fuimos otros y dijimos otras cosas. Entonces nos tacharon de veleidosos.

Palabras. Palabras que desperdiciamos, que gastamos, prostituimos, traicionamos, desterramos y olvidamos. Un día dijimos te amo, y ese te amo fue clausurar el portón de las posibilidades, sepultar para siempre la opción de la incertidumbre. Dijiste te amo, nos dijeron, nos reclamaron, como si esas cinco letras separadas en dos palabras fueran una sentencia eterna. Como si las palabras fueran sentencias, sí, infinitas y pesadas sentencias, marcas de fuego y hierro. Ineludibles, inamovibles, pesadas, graves. Como si no pudiéramos decir después Ya no te amo. Somos esclavos de nuestras palabras, dicen, pero somos más esclavos de nuestra necesidad de absolutos, del juzgar y determinar, de los dioses, los mandamientos, los buenos y malos, los bonitos y feos, ganar y perder.

Esta demencia de no decir nada con mil palabras, tal vez para escondernos detrás de esas palabras y no afirmar mayor cosa. Esta neurosis de buscar entre millones la que mejor defina lo que quizá no tiene significado, y a la postre, confundir lo que sentíamos con lo que terminamos diciendo, y creer que lo que dijimos era lo que sentíamos. Las palabras son nuestra personalidad, nuestro sello y, al mismo tiempo, nuestro mejor disfraz y nuestra condena. Pedimos, exigimos juramentos, probablemente porque no creemos tanto en la palabra, y pese a ello, no terminamos de comprender que el yo juro también son palabras, simples palabras. Queremos, necesitamos creer en una verdad, aunque nos engañemos y sepamos que nos engañamos. Queremos, necesitamos creer en las palabras, aunque luego las desperdiciemos en formalismos y falsas declaraciones.

Queremos palabras, exigimos explicaciones, demandamos testimonios, y todo, bajo juramento. Queremos, necesitamos verdades que no cambien para ver pasar la vida desde un sillón abullonado. Y lo último que queremos oír es que las palabras cambian, como cambiamos nosotros.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

 

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