¡Conejo no, por Dios!

Patricia Lara Salive
17 de febrero de 2017 - 03:20 a. m.

En reciente columna, Rudolf Hommes, alarmado por el asesinato de líderes sociales y el copamientos por parte de grupos delincuenciales de zonas abandonadas por las Farc, hizo una propuesta que merece tenerse muy en cuenta: la de “organizar veedurías ciudadanas, movimientos de opinión (y) activismo político para obligar a los dirigentes a actuar con responsabilidad y evitar que caigan en la tentación” de ponerle un imperdonable conejo a la paz.

Es que no puede dejarse prosperar la idea de que la paz ya está chuleada, que los acuerdos de La Habana pueden modificarse y que no sería mala idea incumplirles a las Farc.

¡No, señores! Esos acuerdos son inmodificables por alguna de las partes, pues son el producto de un consenso entre dos bandos, el Estado y las Farc, que estaban en guerra y que, en virtud de ellos, pactaron la paz. Si algún cambio se quiere introducir, debe ser el resultado de un pacto entre el Gobierno y las Farc. Cualquier otra cosa, equivaldría a una trampa que redundaría en que, más temprano que tarde, volviera a estallar la guerra con otro nombre, guerra protagonizada entonces por exguerrilleros que se sentirían desprotegidos y burlados, y por campesinos frustrados y desengañados, pues habrían creído en los nuevos planes e incentivos que para sustituir cultivos ilícitos y aumentar sus ingresos, les prometía un gobierno mentiroso.

Ese conejo que el uribismo, y con él tantos amigos del Country, y del Jockey, y de Los Lagartos, y del Gun Club, quisieran ponerles a las Farc, sería, nada menos que la legitimación de la rebelión armada contra un Estado tramposo, en cuya palabra, ya se habría comprobado que no se podría creer.

De manera que la sociedad civil, impulsada por esos jóvenes entusiastas que salieron a la calle para impedir que después del plebiscito fracasara la paz, tiene que constituirse ahora, como dice Hommes, en veedora de los acuerdos, de modo que se garantice la seguridad de los desmovilizados de las Farc y de sus bases de apoyo; que se obligue al Ejército a ocupar de manera permanente las zonas que dominaban las Farc, con el fin de que impidan que en ellas se libre una guerra peor, protagonizada por bandas de narcotraficantes y de usufructuarios de la minería ilegal; y que se presione a los ministerios de Agricultura y del Postconflicto para que los acuerdos sobre tierras se cumplan ya y para que se doten las zonas de desmovilización de los servicios y comodidades mínimas prometidas.

En este momento —y debemos aceptarlo—, el buen ejemplo lo están dando las Farc, que con sus más de seis mil hombres y mujeres, decenas de las cuales aprovecharon los primeros minutos de la paz para satisfacer su anhelo de convertirse en madres, llegaron a las zonas de desmovilización de manera ordenada, confiando en la palabra del Gobierno, no obstante que en ellas aún no había ni servicios públicos.

De modo que ahora le toca al Estado cumplir. Por fortuna, en un mes estará actuando como vicepresidente el general Óscar Naranjo, cuyas metas principales son lograr que se implementen y se cumplan los acuerdos de paz e impedir que se asesine a un solo líder social más. ¡Es una gran responsabilidad que Naranjo sabrá cumplir mejor que nadie! Pero, obviamente, le quedaría mucho más fácil ejercer su tarea si los jóvenes, y la sociedad civil, y todos, nos dedicáramos a presionar a cada uno de los estamentos del Estado para que, en lo que a cada cual le corresponde, cumplan los acuerdos.

En ese caso, al paz sería irreversible.

www.patricialarasalive.com

@patricialarasa

 

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