Contexto histórico para la calle el 1 de abril

Daniel Mera Villamizar
25 de marzo de 2017 - 04:00 a. m.

Las marchas del 4 de febrero de 2008 y el No en el plebiscito de 2016, en la lucha por la personalidad histórica de Colombia.

La mayor movilización ciudadana en la historia de Colombia, el 4F de 2008, unió a la sociedad en torno a unos valores políticos resumidos en las consignas "No más violencia", "No más Farc", "No más secuestros". Puede decirse que ese día recuperamos la esencia civilista de nuestra nacionalidad. Llevábamos décadas confundidos acerca de la legitimidad de la llamada revolución armada. Ese día, lunes, una claridad moral impulsó a 14 millones de colombianos a las calles con una sola voz: nada justifica la violencia.     

Solamente un grupo se apartó de esa inflexión histórica: el Polo Democrático, liderado por Gustavo Petro, que organizó una marcha distinta. El expresidente Gaviria lo reconoció: "Fue una expresión de la sociedad civil que el país no conocía en toda su historia. Una expresión que desbordó los partidos políticos, los sindicatos y las instituciones". Fruto de una convocatoria ciudadana en Facebook, a la que se sumaron los poderes.

Casi una década después, pareciera que ya no estamos unidos por los mismos valores políticos. Sin embargo, hay forma de pensar que al final de esta etapa histórica volveremos a estar mayoritariamente unidos, una vez la voluntad popular se restablezca mediante un referendo en 2018 o 2019. Pero, ¿qué nos llevó a esta división que era inimaginable en 2008?

Esta etapa histórica del fin de la violencia pretendidamente política comenzó en 2002, cuando el país reaccionó ante el engaño de las Farc en El Caguán, Álvaro Uribe fue elegido en primera vuelta y este encontró el Plan Colombia de Andrés Pastrana. No estábamos en "guerra civil"; teníamos un Estado en serios problemas y éramos una democracia asediada por grupos armados criminales. El nuevo rumbo se ratificó en 2006 en las urnas, y en 2008 las calles se llenaron de una claridad necesaria para nuestra personalidad histórica.

Vino 2010. Estábamos casi en el "punto de inflexión" de derrota militar de las Farc para proceder a una negociación de paz que reflejara la fuerza y la legitimidad del Estado y de las guerrillas. Fuerza y legitimidad que son fundamentales porque se basan en las ideas, los valores y los ideales que son aceptados en la sociedad y vienen —y han evolucionado—  desde el proceso fundacional de la nación. Pero el presidente Santos cambió el mandato político que recibió, legado de 2002 y 2008, y se devolvió en la historia apoyándose en el falso pacifismo que durante décadas avaló la "guerra" para crear un nuevo orden.

Tan precaria era la confianza en el presidente Santos por el giro dado que en 2014 tuvo que prometer que el pueblo refrendaría el acuerdo de paz con las Farc. El drama del impostor aceptando, a medias, que no podía firmar sin una aprobación explícita del pueblo. El acuerdo con las Farc resultó inaceptable a la luz de los valores políticos de las marchas de 4F de 2008 y, contra viento y marea, fue rechazado en el plebiscito del 2 de octubre de 2016.

En perspectiva histórica, desde 2002 el pueblo colombiano ha sido consistente en separar política y armas, esto es, los que usan violencia y terrorismo no están haciendo política y por lo tanto no son interlocutores legítimos para más allá de acordar los términos inherentes a su desmovilización. Así, haber negociado con las Farc entre 2012 y 2016 la Constitución, la Justicia, la separación de poderes, reformas, políticas públicas y la propia comprensión de nuestra nación, es un extraño desvío que se topó con el No.

Un desvío histórico que se transformó en abuso con el desconocimiento del resultado del plebiscito —el impostor que ya no aspira a ninguna redención— y la usurpación de la voluntad popular por parte del Congreso. Hoy asistimos a la imposición, vía fast track, de decisiones e instituciones que no pasarían si estuviéramos en democracia como la hemos conocido desde la caída del dictador Rojas Pinilla en 1957. Tuvieron que recortar y maniatar la democracia para imponer que el acuerdo con las Farc tenga rango supraconstitucional por tres gobiernos. Un politburó de seis personas, tres de ellas de las Farc, decide más que el Congreso de la República.

En esta situación de la democracia, dejar constancia en la calle de la inconformidad no es política, es historia, es mantener la continuidad de una postura que define la personalidad histórica de Colombia.

La sociedad no puede estar segura de la desmovilización de 7000 milicianos de las Farc que no están en las zonas de concentración —y hasta ahora, tampoco de la entrega de la totalidad de las armas—; más de 1200 exguerrilleros de las Farc seguirán armados, esta vez pagados por los contribuyentes, una de las tantas cosas inadmisibles; el Eln no querrá recibir menos que las Farc —incluyendo su propio bloque de constitucionalidad disfrazado— ; y el incremento desbordado de los cultivos de coca puede ser la causa de más grupos que desafíen el monopolio estatal de la fuerza —sin contar los muertos que producirá, en los que no pensaron los negociadores en La Habana, que por evitar más muertos, según su mantra pueril en términos de filosofía del Estado, le permitieron a las Farc su juego estratégico con los cocaleros.

Como nos lo recuerda el Eln, el chantaje a la sociedad con violencia y terrorismo no ha terminado, lo que llaman "guerra" o "conflicto armado". Y este Gobierno no es el más indicado para culminar la etapa histórica que comenzó en 2002, ni el que sea su continuador. La calle cuenta, y mucho, mientras llega la gran batalla democrático-electoral de 2018, en la que al menos la corrupción de Odebrecht no meterá las manos.

@DanielMeraV

 

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