Conversaciones entre caballeros

Tatiana Acevedo Guerrero
26 de agosto de 2017 - 09:00 p. m.

Dice María Isabel Rueda que prohibir legalmente el paramilitarismo sería como admitir que alguna vez estuvo permitido. Citando a Pedro Medellín argumenta una suerte de complot para que Colombia pueda ser demandada por crímenes de Estado. Concluye que esto constituiría “una afrenta a la sociedad y a su historia”. Hace bien Rueda en hablar de la historia, pues lo que hay son antecedentes relevantes. A lo largo de la primera mitad del siglo XX un reguero de policías informales defendía las agendas de uno u otro partido e intervenía en disputas locales para reforzar el poder de terratenientes y empresarios. Los resguardos de rentas, creados para controlar el contrabando y cobrar impuestos, adquirieron proporciones de escuadrón. Un informe del director de la Policía en 1932, planteaba el problema en los siguientes términos: “Se generó la oportunidad para que ocurrieran excesos. Los resguardos están facultados a realizar allanamientos sin mayores requisitos y portan armas de precisión como Mauser y carabina”. Los resguardos, entre privados y públicos, llegaron a ser el más temido poder regional. Así, mientras que en 1932 el resguardo de Antioquia tenía 626 hombres y el de Boyacá 187, la Policía Nacional en total estaba compuesta por 1.847 agentes, de los cuales 1.325 operaban en Bogotá.

La nacionalización de la Policía fue una preocupación recurrente durante los cuarenta y a lo largo de la violencia de los cincuenta, ya que se reconocía que las policías locales, sin control, ni salario, ni disciplina adecuados, se prestaban para la defensa de los intereses de los más poderosos. “No sé qué decir de las policías municipales”, reconoció el director de la Policía en 1944, “en la mayoría de los casos son una verdadera amenaza para la tranquilidad pública y para los derechos de los ciudadanos”.

A la creación de grupos híbridos como los resguardos se sumó la participación entera de batallones oficiales en mandados específicos. Durante los sesenta, por ejemplo, fueron comunes los desalojos violentos, por cuenta de grupos que combinaban militares y miembros de la seguridad privada contratada por los dueños de (o interesados en) los terrenos. Algunos oficiales participaron también como entrenadores de grupos de particulares. En noviembre de 1965, el sindicato de trabajadores del ingenio Manuelita denunció la creación de escuadrones y manifestó su “inmensa inquietud al conocer las instrucciones que viene dando el mayor Torres, instructor militar al servicio de esa empresa a todos los tractoristas, ayudante de mayordomo, cabos y otros, en relación con instrucciones sobre autodefensa civil”.

Todo esto antes del gobierno de Turbay y su estatuto de seguridad que implicó el aumento de los consejos verbales de guerra a los participantes de protestas. Después de cuatro años de operaciones de tortura y desapariciones forzadas, se hicieron cotidianas las denuncias por violaciones de derechos humanos. A través de los ochenta, con el narcotráfico y la formación de grandes grupos paramilitares, la actividad ilegal de grupos estatales se hizo quizá menos visible. Sin embargo, son conocidas las expediciones antisubversivas estatales en el exterminio de la Unión Patriótica, la creación de las Convivir y la parapolítica. Como en tiempos de los resguardos, estuvo también el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), al servicio del mejor postor. Alrededor de 2.005 funcionarios denunciaron que bajo la dirección de Jorge Noguera buena parte del DAS se había puesto al servicio de la mafia. Según declararon en indagatoria, fueron funcionarios de la seccional del DAS en Bolívar quienes orquestaron el asesinato del profesor Alfredo Correa de Andreis. Correa, según confesaron, no fue el único activista perseguido con la ayuda del DAS.

Tan ensamblada está la empresa paramilitar en tantas otras empresas nacionales, que será difícil erradicarla con una ley. Y pueden estar tranquilos quienes se preocupan por las demandas a la patria: no hace falta ninguna ley para poner en evidencia los crímenes de Estado.

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