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Crudos, muy crudos

Sergio Otálora Montenegro
12 de diciembre de 2008 - 11:54 p. m.

CADA DÍA QUE PASA, ES UNA PRUEBA fehaciente de lo cruda, biche, verde, que es esta feria de improvisaciones y disparates llamada “democracia colombiana”. Es como si viviéramos en un permanente estado de interinidad. Nada se termina, y lo que se compone, se descompone tarde o temprano, o queda hecho a medias. O mal.

Lo único que ha madurado de verdad, hasta pudrirse e intoxicar a tantos, es la guerra. Nuestra violencia endémica que se alimenta de un vacío que es también cultural: las leyes, las normas, son provisionales, pueden cambiar en cualquier momento, “eso es reformar un articulito, y ya”, dijo alguien para explicar lo expedito, y caprichoso, que podía ser el proceso de la primera reelección de Uribe. Nuestras instituciones no terminan de cuajar, es muy poco lo que logra echar raíces de verdad, excepto la miseria, la venalidad y la indiferencia del poder ante el sufrimiento ajeno.

Para no ir tan lejos: la Constituyente de 1991 produjo una Constitución que hoy parece un edificio en obra gris, saqueado, semidestruido y dejado a su suerte. Uno de sus mecanismos de democracia participativa, el referendo, ha sido manoseado e irrespetado por los intereses mezquinos de quienes buscan, al precio que sea, apuntalar a Uribe en la Presidencia por otros cuatro años, por lo menos. Sus organizadores no sólo se han burlado del electorado que de buena fe estampó su firma, sino han dado pruebas de su pequeñez histórica: la democracia les quedó muy grande, y ante semejante desafío, tomaron el atajo de la corrupción.

Los pactos de paz entre el Estado y los alzados en armas tampoco merecen consideración y algo de respeto. Desde 2002,  Uribe ha tratado de deslegitimar los acuerdos de 1989, firmados por el M-19 y el entonces presidente liberal, Virgilio Barco. Los ha interpretado como producto de la debilidad de sus antecesores, como treta leguleya que sirvió para dejar a unos terroristas en libertad, sin que hubieran “reparado” a sus víctimas. La actual reforma política (que al parecer se hundirá) establecía, en uno de sus artículos, según denuncia de Gustavo Petro, que los subversivos que se desmovilizaron, hace ya casi veinte años, quedarían impedidos para ejercer funciones públicas.

Pero como aquí todo es aleatorio y se mueve al vaivén del oportunismo, ahora resulta que los guerrilleros que entreguen secuestrados, al estilo de Isaza, se les dará “libertad con recompensa”, así hayan cometido delitos atroces. ¿En qué quedamos, entonces? ¿No se supone que en la víspera eran terroristas que no merecían nada distinto a la cárcel, sin indultos ni amnistías? ¿Vale más un guerrillero desertor, que el que firma tratados de paz y se reincorpora a la vida civil con todas sus vicisitudes?

Pasamos al siglo XXI, y aún seguimos discutiendo cómo darle garantías a la oposición; cómo abrirle el camino a las minorías y cómo volver a inventarse un sistema de partidos. Incluso por ahí hubo tropel, porque estaban tratando de desmontar la consulta liberal, como si esa conquista de la disidencia de Galán, en 1989, fuera un florero que pudieran quitar y poner cuando se les da la gana.

Nada cuaja, nada madura. Dicen que Colombia es maravillosa porque está todo por hacer, pero esa es arma de doble filo. Uno quisiera que ya varias cosas estuvieran terminadas, que hubiera más conflictos superados, que tuviéramos algo de lo previsible de los grandes sistemas democráticos de Occidente. Que un presidente no pudiera actuar como un capataz; que su poder tuviera límites, que existieran partidos estables pero dinámicos, que no viviéramos en esta permanente zozobra al ritmo sincopado de las bombas,  los afanes burocráticos, los tics autoritarios y el individualismo más exacerbado.

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