Cuando el dedo acusatorio viene de otros periodistas

Columnista invitado EE
31 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.

Un solitario decepcionado, con acceso a secretos militares, se topa con documentos que desvelan acciones gubernamentales en una guerra ya perdida y decide, por una diversidad de razones, algunas nobles y otras personales, compartirlos con el mundo.

Era Daniel Ellsberg, en 1969, y por sus esfuerzos, que se convirtieron en los Documentos del Pentágono, lo investigaron y lo acusaron; pero, al final, se le elogió como héroe y se le consagró en el canon periodístico.

Hoy ese papel lo asumieron el soldado Bradley Manning (quien ahora quiere que se le conozca como Chelsea) y Edward J. Snowden. No son grandes las posibilidades de que los declaren héroes: a Manning lo sentenciaron a 35 años de cárcel y a Snowden, quien reveló documentos que muestran el espionaje del Departamento de Seguridad Nacional (NSA), aún se esconde en Rusia, fuera del alcance del gobierno de EE.UU.

Quizá recibieron su merecido. Sabían, o debieron haber sabido, los riesgos de revelar información que les habían confiado, y decidieron proceder.

Como casi todos los filtradores, son personas difíciles con motivos complicados. Lo mismo pasa con los periodistas que les ayudaron. No sorprende que Julian Assange, fundador de Wikileaks, quien fungió como intermediario para publicar los documentos de Manning, y Glenn Greenwald, el columnista del Guardian que ha llevado las revelaciones de Snowden, también hayan estado bajo críticas intensas.

Lo raro es que muchos de los acusadores son periodistas. Cuando Greenwald estuvo en Meet the Press, el presentador le preguntó: “¿Por qué no lo habrían de acusar de algún delito a usted, si ha ayudado y ha sido cómplice de Snowden?”. Jeffrey Toobin, de CNN y The New Yorker, llamó a Snowden “un narcisista grandioso que debería estar en la cárcel”, y llamó como una “mula del narcotráfico” a David Miranda, la pareja de Greenwald, a quien detuvieron las autoridades británicas durante nueve horas. Michael Grunwald, de Time, escribió en Twitter: “No puedo esperar a escribir la defensa de un ataque con avión teledirigido que acabe con Julian Assange”. (Después, se disculpó, quizá al razonar que frotarse las manos por el asesinato de alguien sea de mal gusto.)

¿Qué han hecho Assange y Greenwald para inspirar semejante rencor entre otros periodistas? La mayor sensación que me queda de las críticas es de desagrado: que no son  verdaderos periodistas. Que más bien representan un quinto estado emergente, integrado por filtradores, activistas y blogueros, que nos amenazan a quienes estamos en los medios tradicionales. “No son como nosotros”.

Es cierto que Assange y Greenwald son activistas con el tipo de agendas políticas claramente definidas ante quienes fruncirían el ceño en cualquier sala de redacción. Sin embargo, actúan en una época más transparente —en cierto sentido, son su propia sala de redacción— y sus creencias políticas no han evitado que otras agencias de noticias sigan su ejemplo.

Sí, el discutidor Greenwald y el a menudo odioso Assange no sólo tienen opiniones, tienden a restregar nuestras narices institucionalizadas en ellas. Durante el curso de su colaboración y de su cobertura de la investigación de Wikileaks, Assange y Bill Keller, a la sazón director de The New York Times, intercambiaron algunas pullas memorables.

En entrevista telefónica, Keller sin embargo me comentó que a Assange se le deberían proporcionar todas las protecciones que se le brindan a cualquier periodista. Dijo que la relación con fuentes y competidores sobre coberturas siempre son peligrosas, pero la tecnología ha creado una alteración significativa tanto en el modelo de negocios como en el ejercicio del periodismo. “Cosas que solían suceder en un lugar tranquilo, ahora se han convertido en la Federación Mundial de Lucha, y todos se apilan dentro del cuadrilátero y lanzan golpes”, expresó. “Ha habido una tendencia de la gente acostumbrada a un mundo de más decoro a erizarse ante los personajes que han adquirido prominencia en este mundo nuevo”.

El reflejo es comprensible, pero al insistir en quién merece que se le llame periodista y se le proteja legalmente, los críticos dentro de la prensa le están dando al gobierno la justificación para centrarse en la ética de las revelaciones, en lugar de en la moralidad de su comportamiento.

“Creo que la gente en nuestra actividad, que es suspicaz frente a Glenn Greenwald y critica a David Miranda, no está realmente pensando esto con detenimiento”, señaló Alan Rusbridger, director de Guardian. “Los gobiernos están mezclando al periodismo con el terrorismo y usando la seguridad nacional para realizar una vigilancia generalizada. Las implicaciones tan sólo en términos de cómo se ejerce el periodismo son enormes”.

Si Time, CNN o The New York Times hubieran hecho públicas las revelaciones sobre el espionaje del NSA, sus ejecutivos estarían construyendo estantes nuevos para colocar todos los premios Pulitzer que estarían esperando. Lo mismo con el video de 2010 de Wikileaks sobre el ataque con un helicóptero Apache.

En cambio, los periodistas y las agencias que hicieron ese trabajo están bajo ataque, no sólo de un gobierno inclinado a guardar sus secretos, sino del fuego amigo de compañeros periodistas. ¿En qué estamos pensando?

* Analista de medios de “The New York Times”

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