Cuatro cuentos

Julio César Londoño
28 de febrero de 2015 - 04:00 a. m.

Así reconozca que he escrito una docena larga de cuentos capaces de dibujar una sonrisa en los labios de Dios, prefiero leer cuentos ajenos, una labor mucho más grata y descansada, más civil, menos pedante. «Que otros se jacten de los cuentos que han escrito…».

Dicho lo anterior, declaro sin vacilaciones que los cuatro mejores cuentos latinoamericanos son, a saber:

«Tlön, Uqbar, orbis tertius» de Jorge Luis Borges. Un grupo de millonarios excéntricos decide crear un mundo minucioso, con sus mapas y barajas, con sus lenguas y matemáticas, con su historia y mitologías, con sus pájaros, flores y piedras, con su filatelia y numismática, y emprenden la redacción de la Enciclopedia de Tlön, una obra de once tomos pesados. Todo fue bizarro e inofensivo hasta cuando empezaron a aparecer, primero en el bolsillo de un borracho y luego en todas partes, objetos de Tlön. El primero fue un cono metálico, pequeño como un dedal y pesado como una máquina de escribir, que dejaba una sensación repugnante en la mano.

«Continuidad de los parques» de Julio Cortázar. Un hombre está leyendo una novela en un salón en un sillón verde, de espaldas a la puerta para evitar distracciones. La novela cuenta el encuentro de una mujer y su amante en una cabaña para tramar un crimen. Luego el amante corre por un bosque y entra en una casa cuyas puertas están abiertas, como prometió la mujer, empuña el cuchillo, entra en un salón y avanza hacia el respaldo de un sillón verde donde un hombre lee una novela.

«En verdad os digo» de Juan José Arreola. Un físico de partículas emprende un día el proyecto de desintegrar un camello, convertirlo en un hilo finísimo —un haz fotónico—, pasarlo por el ojo de una aguja y reconfigurarlo al otro lado, con su pelo y su mugre, sus grandes ojos tristes y sus elásticas cervices. Como ven, la idea de este físico piadoso es sencilla y casi que peca de científica. El fin, asaz noble: rectificar la parábola que Jesús dejó caer un día, a lo mejor sin mala intención: «Primero pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico por la Puerta del Reino de los Cielos».

«El eclipse» de Augusto Monterroso. Un fraile español es capturado por soldados mayas y llevado a la piedra de sacrificios. De repente, el fraile recuerda la fecha y un cálculo de Aristóteles y predice un eclipse que ocurrirá dentro de dos horas exactas si no es liberado de inmediato.

«Dos horas después el corazón del fraile chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de la voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, prodigios que los astrónomos mayas habían previsto y anotado sin el valioso concurso de Aristóteles».

En el primer cuento, Borges traslapa dos planos narrativos con una prosa de alta precisión, moviéndose como un gato en ese ámbito que conocía mejor que nadie, el libresco.

En el segundo cuento, Cortázar replica el método de Borges y funde limpiamente el plano de la novela y el plano del cuento. El tino de este empalme puede explicar por qué Gabo y millones de ojos queremos tanto a Julio.

Los dos cuentos siguientes no operan por traslapes sino por oposiciones. Arreola enfrenta en tono de parodia el mundo delirante de la ciencia ficción con el mundo fantástico de Las Escrituras.

Monterroso sigue los pasos del mejicano y contrapone, a la brillante y previsible astronomía europea, la sorpresiva y brillante astronomía maya.

Son cuatro milagros distintos y una sola felicidad verdadera, el cuento perfecto. Estos resúmenes precipitados son, por supuesto, pálidas sombras de los originales.

 

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