Publicidad

Cuestión de imagen

Piedad Bonnett
06 de julio de 2013 - 10:00 p. m.

Todo podría haber sido sencillo y claro. Si cuando un patrullero de la Policía, en un acto irreflexivo, disparó por la espalda a un inocente grafitero, sus compañeros hubieran procedido de acuerdo con los protocolos estipulados, no se habría desencadenado esta espiral de mentiras que tiene hoy a treinta personas al borde de la cárcel y a la ciudadanía justamente escandalizada.

Pero lo que inmediatamente se desató fue una dinámica perversa de ocultamiento que como un remolino fue engullendo desde coroneles y tenientes hasta simples patrulleros, que ahora deben probar su inocencia. Esta lista, que comprende toda una cadena de mando y algunos civiles cómplices, comprados o amenazados, muestra, como en cualquier tragedia de Shakespeare, que una vez se ha echado a rodar la bola de nieve del mal, ya nadie puede detenerla. Lo que hicieron los encubridores con sus manipulaciones fue cavar un camino sin regreso. “He ido tan lejos en el lago de la sangre —dice Macbeth— que si no avanzara más el retroceder sería tan difícil como el ganar la otra orilla”.

El repertorio de personajes de la obra —según lo planteado hasta ahora por la Fiscalía— es amplio: un patrullero que dispara contra un joven por una transgresión que está lejos de ser un delito y luego se niega a confesar su error. Sus compañeros que, mostrando un equivocado sentido de la solidaridad de cuerpo, y una formación ética indigna de su papel social, dejan sin custodia la escena del crimen; un abogado inescrupuloso que apenas llega al lugar de los hechos urde una trama, consigue un arma, hace que la disparen y borra toda huella para fingir un enfrentamiento; un par de coroneles que obligan a sus subalternos a un pacto de silencio, con amenazas veladas; un conductor de bus que asegura que fue atracado por el grafitero; una esposa cómplice; una teniente que se reúne con ellos para presionar la denuncia; varios miembros del equipo de comunicación que tergiversan la versión del crimen; un coronel que supuestamente orquesta toda la operación. Unos padres que han hecho hasta lo imposible porque se haga justicia y que hoy temen por su vida. Y algunos extras.

¿Por qué un caso de exceso policial, fácilmente juzgable y condenable, se convierte en esto? ¿Qué lleva a un número tan considerable de personas a intervenir en esta tragedia, que comienza con un asesinato y termina en un tribunal? Otra vez, como en las obras de Shakespeare, las más diversas pasiones: la cobardía, el miedo, la soberbia que nace del poder, la estupidez, la ambición y hasta la maldad pura, que es la del que usa como evidencia un arma que manda a comprar en cualquier parte. Pero hay una razón que pareciera haber pesado mucho, y que a mí me parece, por fútil, la más reprochable: que algunos de esos jefes de Policía querían evitar el escándalo, o en otras palabras, no dañar la imagen de la institución, sobre todo porque en ese momento se realizaba el Mundial Sub-20. ¡Qué tal el precio! Una cadena de podredumbre para preservar una imagen. Que hoy, por supuesto, ha resultado doblemente dañada, y que ha probado, una vez más, que en este país hasta la sal se corrompe.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar