Cultura ciudadana: ¿perfumando bollos?

Sergio Ocampo Madrid
29 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

Estoy tratando de pensar como un “cono” (de esos anaranjados de plástico), y no sé cuál habría sido mi reacción si me golpeara un motociclista bellaco solo porque yo ando haciendo una campaña ciudadana contra los vehículos mal estacionados.

Pero antes de seguir, me detengo a pensar en la palabra bellaco, una expresión un poco demodé a la que me tocó apelar pues la mayoría de sus sinónimos suenan todavía más anticuados: rufián, bribón, granuja, truhan. Y nuestro conocido “atarván” no está en el diccionario. Revelador esto de que para hablar del comportamiento de ese motociclista energúmeno (otra expresión envejecida) tenga, como colombiano, que apelar al grueso calibre de un hijueputazo para poder describirlo y hacerme entender. Y es revelador, no por la gramática sino porque en Colombia las discrepancias dejaron de tener gradualidades, matices, y cualquier conducta que nos irrita hay que dirimirla con toda la violencia verbal, cuando no física, como en este caso.

Pensar entonces cómo reaccionaría yo, si fuera un “cono”, no solo me hizo sentir un poco idiota sino que terminó de mostrarme que todas esas campañas de “cultura ciudadana” son una gigantesca estupidez, una perdedera de plata y de tiempo; la aceptación eufemística de ser un pueblo que quedó mal formado en algún momento de su historia, pero sobre todo que es necesario educar a la gente para que respete las normas. En otras palabras, que la autoridad fracasó.

Y es que, en realidad, en este país la autoridad fracasó. Por muchas razones, pero sobre todo porque nunca fue ni ha sido legítima, en el sentido de imponerse por la prevalencia del sentido común, de la conciencia de lo público, del respeto intrínseco que merece el otro, del valor supremo de la convivencia. En Colombia las normas tienen un extraño carácter exegético, o sea se pueden interpretar de acuerdo con las circunstancias y los personajes de cada caso. Y aunque los códigos no las incluyan, la conciencia colectiva sí le otorga un gran espacio a las excepciones, las licencias, los atenuantes. La ley aquí es condicional, relativa, transable.

Por eso, aunque en la calle 70 de Bogotá, donde queda la famosa Zona G, hay una docena de letreros de no estacionar (y existe un enorme parqueadero a media cuadra), las camionetas de los ricos burlan la prohibición a toda hora. Es por seguridad, dicen los escoltas cuando en realidad es por el privilegio de ser ricos. Y los ricos hacen lo que quieren en este país.

Por eso, desde mi ventana en la calle 83 con autopista veo casi todas las tardes a los grupos de obreros que bajan del trabajo, miran a lado y lado, atraviesan las calzadas, y se cuelan por las puertas de vidrio en la estación de Transmilenio. He llegado a contar setenta personas en menos de una hora. Setenta, en una hora; todos los días, de todos los meses, de todo el año. Pero es que son pobres; hay que tener consideración porque ganan muy poco.

Cuando el policía trata de intervenir en uno y otro caso se estrella de frente con ese relativismo cultural hacia la ley, pero también con la incertidumbre personal de cómo encarar a cada ciudadano, por el miedo al poderoso, o la indulgencia con el menos favorecido o, cabe también, por la convicción de que con este último sí se puede ser brutal. Pero sobre todo con la perplejidad de no saber qué hacer, de no tener claros los procedimientos, de no atreverse a proceder  con el legítimo uso de la fuerza. Y no por el principio mismo de la autoridad sino por una mínima consciencia de su papel en la protección del colectivo frente a cualquiera que atente contra la tranquilidad o la seguridad.

Yo quisiera saber qué pasó con el flaquito borracho, de 20 o 22 años, que hace quince días en Tunja fue detenido con sus amigos por varios agentes y textualmente les dijo: “Yo pago más impuestos que lo que ustedes se pueden ganar en un año… Es que son pobres… Nosotros les damos de comer…” Se rumoró que en el grupo estaba la hija de un fiscal y por eso fue evidente que los policías estaban temerosos de intervenir. Los medios de comunicación, como casi siempre, se quedaron en las imágenes de impacto (las que nos hacen indignar) y nada más. El comandante, Óscar Moreno, salió a decir que se iba a investigar, a proceder al comparendo. No supimos si estuvieron detenidos, si pagaron alguna multa, si los pusieron a hacer algún trabajo social. Si los padres, fiscales o no, recibieron algún requerimiento. Si en sus universidades algún profesor, algún directivo les hizo saber que no es el tipo de ciudadano que quieren formar.

Y todo este desbarajuste social, este vacío desconsolador de autoridad, esta cultura de poder transar, pretextar, disculpar, o corromper (siempre está esa opción); esta creencia de beneficios anticipados ante la ley por exceso o por carencia de riqueza, quieren llenarla con unos ridículos conos caminantes, o unos letreros de “Con los colados todos pagamos el pato”, o unas cebras de colores, o unas tarjetas con dedos apuntando hacia arriba o abajo. ¿No tendría más vigor como cultura ciudadana una buena conversada del rector de su universidad con el flaquito borracho de Tunja, o un llamado de atención paterno, o unas horas de acompañamiento en labores sociales a esos policías a los que él dice estar dando de comer con sus impuestos o, inclusive, una disculpa en las redes por poner en riesgo a otras personas al manejar borracho?

Entre tanto, la construcción de cultura ciudadana está quedando en manos exclusivas de las redes sociales. Pero esa se hace a las malas, de modo ciego, encarnizada y lapidaria. Esa sí que puede ser brutal.

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