Cultura popular o populismo

Piedad Bonnett
17 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Todo pareciera sensato en las palabras de Juana Uribe, libretista y funcionaria de Caracol Televisión, cuando explica por qué convirtieron en telenovela la vida de Luis Eduardo Díaz, el embolador que llegó a ser concejal en el 2000, en uno de los muchos casos insólitos de este país de opereta. Juana dice: “nos pareció interesante contar el peligro que conlleva el populismo y la maldad a la que pueden llegar algunos miembros de la clase política al aprovecharse de una persona con inmensas debilidades”. En efecto, Díaz llegó a tener ese cargo que jamás imaginó gracias al abogado César Rosas, quien con gran astucia lo lanzó como candidato en un momento en que la decepción frente al establecimiento hizo que saltaran a la política personajes impensados, como actores y actrices de la televisión, outsiders que fueron flor de un día en esos complicados escenarios. Lucho —quien también recibió el apoyo de Moreno de Caro— resultó elegido en parte porque con su hablar chabacano y cierta picardía parecía asemejarse al gran Heriberto de la Calle, el popular personaje de Jaime Garzón, y en parte por la empatía que despertaba el hecho de ser un personaje desposeído, marginal. Pero también, y sobre todo, como una gran broma nacional, una cachetada colectiva a los políticos tradicionales, muchos de ellos tan ignorantes e irresponsables como resultó ser aquel desconocido, que de buenas a primeras se vio con un sueldazo y carro oficial, y que opinaba, como Viviane Morales y otros políticos, que hay que prohibir la homosexualidad, pues “por eso fueron destruidas Somorra y Gomorra”.

Una historia como para Ripley que resultó mal, porque pronto Lucho fue inhabilitado para ejercer cargos públicos por haberse posesionado a pesar de tener dos sentencias en su contra por hurto agravado —por robar unas farolas a un carro—. En esa ocasión su mujer, con sentido del humor involuntario, opinó que el fallo “es injusto, porque hay ladrones peores”. Cuando Díaz, además, fue sorprendido en una calle de Villeta manejando borracho y en contravía el carro oficial, explicó a los medios, con una gran sonrisa, que eso le había pasado “por dar papaya”; años más tarde volvió a salir a la luz por diversos escándalos, riñas familiares y amenazas y disparos al aire, que hicieron opinar a un vecino suyo que “desde que llegó a la cuadra todo ha sido problemas”.

Ahora Lucho se suma a ilustres personajes protagonistas de telenovelas, tan célebres como Pablo Escobar, Popeye y Diomedes Díaz. “Quisimos contar la vida de un hombre con un pasado sufrido que de pronto toca el cielo”, dice Uribe. ¿Para qué? ¿Para hacer que nos burlemos de él y de su historia tragicómica? ¿Para convertirlo de nuevo en un personaje con chance político, puesto que ahora aspira a la Cámara? ¿Para idealizar a su esposa, que según se anuncia, “lo salvó”? ¿Para mostrar lo que un “listo” puede llegar a ser en este país? No creo que el cine o la televisión deban ser “edificantes”, ni mucho menos. Pero pienso en tantas historias de gentes sencillas que pueden contarse —o imaginarse— en este sufrido país: de ciclistas, de víctimas del conflicto, de mujeres con vidas llenas de peripecias. Y me pregunto si La gloria de Lucho no será también una forma del populismo que quiere criticar su productora.

 

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