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Curiosas obsesiones curiales

Héctor Abad Faciolince
08 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

Dijo una vez un sabio italiano que “hablan mucho de sexo quienes poco lo practican”. Creo que la obsesión de la Iglesia católica por el sexo tiene mucho que ver con la milenaria y deliberada abstinencia —entre sus clérigos— de los placeres de la carne.

 En casi todas las religiones suele haber (permítanme el juego de palabras) una casta casta, pero imponer el celibato a todos los curas lo que ha provocado es una exageración del papel del sexo en la vida de las personas. Los curas no son monjes retirados a la vida contemplativa —en cuyo caso el celibato es comprensible—, sino clérigos que viven en el mundo. Y como el mundo, y más el moderno que cualquier otro, está lleno de estímulos que apelan al instinto de procreación, da la impresión de que los pobres padres abstinentes piensan que nosotros —los no curas, los laicos— nos pasamos la vida entera tirando a diestra y siniestra como macacos. Ojalá, queridos padres. Desengáñense, la cosa es mucho menos frecuente de lo que ustedes se sueñan.

No soy de los que piensan que todos los curas y obispos son sucios y pederastas. Sé que la mayoría de ellos, con gran esfuerzo, se abstienen de todo acto libidinoso con niños y con adultos del mismo o de distinto sexo. De lo que no consiguen liberarse —pobres— es de los pensamientos y de los deseos. Cuando ellos acusan a los homosexuales de ir contra la naturaleza, son incapaces de ver la viga contra-natura que hay en su propio ojo y que se llama total abstinencia. Una viga que siempre se resuelve en paja. Y después de la paja, en confesiones repetitivas y rutinarias, porque qué más se hace. La sexofobia secular de la Iglesia nace del inútil combate contra los propios instintos de sus propios representantes. Hasta que el paso de los años y el bajón hormonal que llega con la edad les hace creer que al fin, al fin, se han vuelto santos. Por eso los viejos curas —ya papas y cardenales— predican a los jóvenes, y les hacen creer que el sacrificio es fácil. Y sí: es fácil sacrificarse cuando el cuerpo ya no tiene ganas.

Esta semana la Iglesia católica, por petición del cardenal primado, monseñor Rubén Salazar, pidió tiempo para que el Congreso discuta más en profundidad la legislación sobre la eutanasia. El inefable senador Roy Barreras le hizo caso. Como le hizo caso el buen Alonso Salazar, en Medellín, al respectivo arzobispo y a monseñor Ordóñez, al clausurar los planes de la Clínica de la Mujer, y como esperamos no le haga caso Petro —otro elector del mismo Ordóñez— ahora que al fin ha abierto una clínica similar en Bogotá.

Tiempo para pensar y discutir la eutanasia han tenido de sobra. La sentencia del magistrado Carlos Gaviria es de hace 15 años (20 de mayo de 1997) y en ella se pedía que los congresistas legislaran. Nunca lo hicieron en tres lustros, pero ahora que al fin avanzaron algo (aprobación en un primer debate) la Iglesia se interpone, a la iraní, en un intento de cogobernar pidiendo más tiempo. ¿Cuánto van a necesitar? ¿Los dos mil años que se tardaron para tolerar a los judíos? ¿Los 400 años que se tomaron para aceptar a Galileo? ¿Los 200 que tuvieron que pasar para que abandonaran las guerras de religión contra los protestantes? La Iglesia basa su poderío, entre otras cosas, en sus tiempos lentos de paquidermo. Cambia despacio, al mismo paso en que se mueven los continentes. A los hijos de nuestros hijos, tal vez, les tocará ver el final del celibato. Y a sus tataranietos, el reconocimiento de que un conjunto de células no son una persona. Tal vez en mil años elijan al primer pontífice gay de la historia. Sabemos hacia donde va el mundo, y la Iglesia también. Sólo que esta se mueve con la parsimonia de las placas tectónicas.

Si al menos los dejaran practicar un poco más su sexualidad, los curas cambiarían al menos de obsesión y de tema.

 

*Héctor Abad Faciolince

 

 

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