¿Darle una oportunidad a la guerra?

Francisco Gutiérrez Sanín
03 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Ahora que las Farc han comenzado a entregar sus armas a la ONU, cumpliendo de manera disciplinada y seria sus compromisos, vale la pena hacer por una vez —por una última vez, espero— la pregunta clave: ¿por qué no la guerra? ¿Cuántas razones quedan para seguir echando bala? Creo que ninguna, por al menos cuatro grandes argumentos.

La primera y sencilla es que las guerras son una fábrica de horrores. El contraste entre el panorama de la confrontación, con su interminable lista de muertos, heridos, secuestrados e incapacitados, y el de la paz, arroja una sola conclusión posible: mejor esto que aquello. En este sentido clave la paz ya ha rendido importantes dividendos, que la sistemática propaganda de odio de las gentes del Centro Democrático y sus aliados incondicionales —la única clase de aliados que tolera Uribe— se esfuerza por no ver.

La segunda es que la guerra ha minado de manera efectiva las transformaciones democráticas y la inclusión social en Colombia. No me sorprenden, y en cambio comparto en buena parte, los argumentos de los que dicen que durante siglos la guerra fue para la humanidad un gran nivelador (a costos altísimos, eso sí); yo mismo he discutido muchas veces con el pacifismo bienpensante que supone que “todas las cosas buenas vienen juntas”. No es así. Pero obviamente estos asuntos siempre dependen de las circunstancias de modo, tiempo y lugar. En nuestro contexto la posibilidad de “salida” —es decir, de acudir a las vías violentas— desangró a la alternativa de la “voz” —la presión por medio de la argumentación y la movilización—. En una de sus obras clásicas, Hirschman demostró muy bien cómo a veces tener a la mano las dos opciones impide que los cambios necesarios se puedan hacer, y confunde las señales que hubieran podido impedir un deterioro crítico de la calidad de la gobernanza. La Colombia de la guerra podría ser un ejemplo de manual de este aserto.

La tercera es el correlato de la anterior: al incluir nuevas fuerzas al sistema político y —esto no lo digo con seguridad sino con esperanza— al crear condiciones que podrían garantizar vida y espacios de actividad y decisión a nuevos liderazgos partidistas y sociales, la paz crea las condiciones de posibilidad para mejorar sustancialmente al país. No de un día para otro. No sin mucho trabajo, no sin pasar por muchos conflictos. Y es apenas una posibilidad. Pero es infinitamente mejor tenerla que no tenerla.

La cuarta, en contraste, es cuestión de necesidad: es que no hay otra vía. Si no es a través de la negociación, ¿entonces cómo? Una manera sería a través de la exterminación física del enemigo. Ideas de este tenor se cocinan en el uribismo. Estoy en capacidad de demostrarlo. Pero esto, aparte de profundamente inmoral, sería destructivo para el conjunto del país, y tendría efectos colaterales que pueden afectarnos a todos, como los tuvo la terrible guerra que parece estar dando sus últimas bocanadas (a propósito: por eso le tengo tanta rabia al dicho de “el que nada debe nada teme”). En contraste, es posible enarbolar la amenaza de perdurar a toda costa. ¿Pero no es terrible, en su impotencia y subordinación, este autoconfinamiento a la irrelevancia armada, precisamente en el momento en que se podrían abrir de par en par las puertas de la política? ¿No produce un penoso contraste eso de cargar por las hermosas selvas colombianas con medios letales mientras se condenan al ostracismo las ideas que se supone esos medios deberían defender?

Quedan muchas razones, sin duda, para luchar con energía por la equidad y la democracia, por construir sociedad y Estado. Pero no para matarnos. ¿Tendremos la capacidad para aprovechar la coyuntura y arribar a la paz completa? Ojalá.

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