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De campesinos, tenderos y prestamistas

Mauricio Botero Caicedo
08 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

En días pasados un lector me reclamaba que mis columnas dejaban la impresión de que la ‘agricultura campesina’ no debería existir. Dicha crítica es el tipo de cuestionamiento que los columnistas necesitamos, ya sea para reafirmarnos o, por el contrario, corregir nuestras apreciaciones. Sentido contrario, los famosos foros, lejos de ofrecer opiniones que enriquezcan los debates, se han convertido en alcantarillas donde los foristas, a modo de regadera, sueltan su bilis.

Regresando al tema de la ‘agricultura campesina’, presento disculpas al lector si he dado la sensación de que ella no tiene papel alguno que jugar en el siglo XXI. De la misma manera que los tenderos de barrio conviven con las ‘grandes superficies’; y que los establecimientos pequeños de crédito crecen y se multiplican conviviendo con los megabancos; la ‘agricultura campesina’ tiene un enorme papel que jugar, conviviendo con las grandes empresas agroindustriales, en un modelo agrícola armónico cuya meta es proveer de alimentos a una Colombia crecientemente urbana que cada día demanda más proteína, fibra, y energía.

Y la razón para que tanto las tiendas, los pequeños y establecimientos de crédito como la ‘agricultura campesina’ vayan a seguir existiendo y prosperando es que ninguno puede, del todo, hacer el papel del otro: es decir, ni las ‘grandes superficies’, ni los megabancos, ni las grandes empresas agroindustriales pueden hacer lo que hace el tendero, el prestamista o el campesino. El tendero, por ejemplo, otorga plazos, ‘menudea’ los productos al nivel de vender una sola cucharada de aceite y mantiene horarios que se ajustan al ritmo del barrio. Para las ‘grandes superficies’, que ni deben ni pueden estar en los cascos urbanos, prestar estos servicios es casi imposible, pero a su vez éstas pueden ofrecer precios más competitivos acompañados de una gama más amplia de productos, especialmente perecederos. Para los grandes bancos, los microcréditos son tan engorrosos como onerosos; y sin establecimientos bancarios cuyo patrimonio y capacidad de captación les permita hacer operaciones significativas, tanto el gobierno como las grandes empresas se verían en ascuas para financiar su funcionamiento y capital de trabajo. Finalmente, argumentar que la ‘agricultura campesina’ no debe o no puede convivir con la agroindustria es un error: con el apoyo del Estado a través de infraestructura de calidad, créditos, comercialización y acceso a tecnología e innovación en sistemas productivos, los pequeños agricultores tienen un importante papel que jugar, especialmente en las hortalizas y los frutales; los tubérculos y las legumbres; los lácteos; el sector porcino y avícola; el té y el café, por mencionar algunos. Por otro lado, en diversos cultivos, como la palma de aceite y el cacao, las asociaciones entre los grandes productores (que hacen las inversiones y aportan la tecnología) y los pequeños parceleros han tenido excelentes resultados.

Colombia importa (a un costo cercano a los US$6 mil millones) cerca de 9 millones de toneladas de granos y necesitaría entre 1,8 y 2,3 millones de hectáreas para producir la soya y el maíz que el país consume anualmente. Cómo señalábamos en anterior artículo: “El pretender que exclusivamente la ‘agricultura campesina’ pueda, además de mal alimentar a los 45 millones de habitantes de las urbes, reemplazar las importaciones, es una grave distorsión de la realidad”.

Si la subversión no está pidiendo que los únicos canales comerciales sean las tiendas, ni que los únicos establecimientos de crédito sean los pequeños prestamistas, ¿por qué se mantienen en el mito de que el único camino es la ‘agricultura campesina’? Cuba le ha abierto las puertas a la inversión extranjera en la agricultura precisamente porque el modelo estalinista de ‘estatismo’ y pequeñas parcelas es un rotundo y monumental fracaso.

 

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