De hambres y hambrunas

Saúl Franco
26 de abril de 2017 - 03:30 a. m.

Ni el hambre ni las hambrunas son cosas del pasado en la historia de la humanidad. Ambas realidades, con fronteras a veces borrosas, siguen matando día tras día a miles de seres humanos. Y aunque en toda nuestra América hemos padecido más de hambre que de hambrunas, no estamos a salvo y tenemos que escuchar las alarmas. 

Es saludable sentir hambre, como el lenguaje del cuerpo para decirnos que las reservas nutricionales empiezan a faltar y que es necesario ingerir nuevos alimentos. Lo malo es no disponer de ellos en la cantidad, el equilibrio y el momento requeridos. Ahí empieza el hambre como problema, como expresión de injusticias, exclusiones y tragedias. Su persistencia puede llevar a la muerte por inanición. Y si a más de mantenerse se extiende a poblaciones y regiones enteras, estaríamos ante una hambruna. Puede decirse que una hambruna es una epidemia mortal de hambre.  

Hoy, en pleno siglo XXI, mientras la tercera parte de los alimentos producidos termina perdida en la basura, más de 800 millones de personas —uno de cada nueve habitantes de la tierra— tienen que acostarse con hambre, especialmente niños/as mujeres y ancianos de África, Asia y América. Y el fantasma de nuevas hambrunas sigue espantándonos y avergonzándonos.

Varios organismos del sistema de Naciones Unidas han venido encendiendo las alarmas al respecto, desde el fracaso del Objetivo de Desarrollo del Milenio (ODM) que buscaba reducir en un 50 % el número de personas víctimas del hambre en el mundo para 2015. Sólo algunos países lo lograron y el descenso de las tasas de población hambrienta sigue siendo demasiado lento.  La nueva meta propuesta: hambre cero en el 2030 se ve cada día más lejana e improbable.

En América Latina y el Caribe, aunque ha disminuido un poco la desnutrición, el 5.5 % de su población sigue padeciendo de hambre, según un informe de la FAO. El caso más alarmante de la región es el de Haití, en donde la mitad de la población sufre de hambre. En Colombia, una vez más, nos faltaron cinco centavos para el peso. Quedamos, junto con Ecuador, Honduras y Paraguay, en el grupo de nueve países que casi logra en 2015 el ODM relacionado con la reducción del hambre. Y desde entonces hemos perdido terreno. Para la FAO, el 11.4% de los colombianos padecía de hambre el año pasado. Fuentes confiables indican además que, en promedio, cada semana mueren cinco niños de hambre en el país, especialmente indígenas de regiones como La Guajira y el Chocó.

Pero lo peor se está viviendo en África, en particular en Yemen, Nigeria, Somalia, Sudán del Sur y Etiopía. 20 millones de personas padecen allí los efectos devastadores de la nueva hambruna provocada por la tríada: pobreza-guerras-sequía. De ese total, 4.2 millones son refugiados, uno de los grupos más expuesto a este y a todos los riesgos. La mortandad por hambre que ya empezó puede llegar a superar la de finales de los 70 del siglo pasado en la región, o la de comienzos de la década actual que produjo, sólo en Somalia, más de 250.000 muertos.

No es correcto atribuir sólo a desastres naturales, como sequías e inundaciones, la ocurrencia de este tipo de problemas. Sin desconocerlos, casi siempre detrás de ellos hay una historia de depredación ambiental, de explotación indebida de la naturaleza, de carencia de recursos para aprovecharla adecuadamente. Al momento de encontrar explicaciones de fondo y soluciones posibles para el hambre y las hambrunas, más que en ellos, hay que pensar en el ordenamiento económico-social vigente a nivel mundial, en las inequidades que se han ido naturalizando, en las violentas luchas de poder intra e inter países y regiones, y en la negación real del derecho de todos/as a satisfacer la elemental necesidad de agua y alimentación. No sobra señalar también, finalmente, el papel de algunos organismos internacionales que, en lugar de contribuir a entender las verdaderas raíces del problema, las eluden o soslayan, detrás de un discurso presuntamente técnico y neutral.

* Médico social.

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