De la envidia a la autorrealización

María Antonieta Solórzano
30 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

En las culturas patriarcales y jerarquizadas se vive compitiendo. Esta es la práctica cotidiana que paso a paso define el valor de cada ser humano. Imaginamos, por ejemplo, que acciones que van desde llevarse el punto en una discusión baladí, hasta poseer la casa más linda, pasando por ocupar cualquier posición de mando, nos mostrará a ciencia cierta quién es valioso y quién no.

En virtud de ello, cuando queremos conocer nuestro propio valor nos vemos sometidos a las reglas de la competencia y, obviamente, a su más devastadora consecuencia: la división automática de la humanidad en dos grupos: ganadores y perdedores.

El “ganador”, convencido de su “superioridad” moral, en la soledad; el perdedor, inconforme consigo mismo, anhela convertirse en el mejor.

En ninguno de los dos escenarios la vida adquiere pleno sentido. Las emociones negativas se apropian de las personas. Al ganador lo invade la angustia de perder el primer lugar para volverse un don nadie; al perdedor, la certeza de ser insuficiente lo llena secreta o abiertamente de envidia.

Resulta cuestionador que pensemos que es inevitable y hasta beneficioso para el progreso de las sociedades desperdiciar el infinito potencial creativo que resulta de la tranquilidad y la autorrealización y más bien competir.

Salir de este inútil círculo vicioso de ganadores y perdedores precisa reconocer que cada quien tiene un valor único, que cada uno es un diamante que sólo requiere ser apreciado, amado por su propio dueño, para así regalar su brillo. Al articular esta inmensa riqueza individual con los demás podemos darle vuelta a la destrucción personal y social que la envidia y la angustia del mundo, escindido en dominantes y dominados, ha creado.

Recordemos que albergamos en nuestros genes y nuestro interior toda la sabiduría de la historia evolutiva que nos precede. En consecuencia, la confianza en nuestro potencial nos permite transformar la angustia, la envidia y la desesperación que desgarran nuestra vida cotidiana; podremos vislumbrar un futuro donde las emociones negativas sean sólo un recuerdo.

No tendremos que dividir el mundo en ganadores y perdedores, ni en tiranos y sometidos. Es un hecho que, al igual que cada hoja de un mismo árbol es diferente a la otra y ninguna ganadora o perdedora, al igual que cada huella dactilar es única e irrepetible y ninguna es mejor ni peor, cada ser humano también es único, irrepetible, diferente y necesario al desarrollo de la humanidad, ni ganador ni perdedor.

Al atrevernos a ser conscientes de que la evolución de la vida necesita la articulación cooperativa de todas nuestra particularidades podremos abandonar la convivencia competitiva y saludar la colaboración como el camino hacia la autorrealización y la plenitud.

 

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