De la épica a la ética

Fernando Carrillo Flórez
21 de abril de 2010 - 06:24 a. m.

NADIE HUBIERA CREÍDO HACE DOS meses que una campaña presidencial que prometía mucha monotonía iba a instalar la ética pública como el centro de gravedad del debate político.

Una competencia en la cual se está dispuesto a elegir a quien muestre las mejores credenciales de honestidad, transparencia e integridad, como garantía para un ejercicio distinto de la política en el siglo XXI.

Ha quedado claro que la seguridad quiere ser el patrimonio común de los candidatos. El consenso general sobre la necesidad de derrotar a los violentos sin concesiones aparece como la premisa que nadie cuestiona por los avances alcanzados. Una muestra más del fracaso y capitulación política de la guerrilla. Porque de otra parte, la lucha contra la desigualdad que fuera alguna vez su bandera, es un gran desafío ahora más ético que económico y más político que técnico, distante de las pretensiones grandiosas del marxismo hoy embalsamadas en autoritarismos ineptos en materia social.

Más allá, el lenguaje político exigido por los electores es otro. Responsabilidad, probidad, credibilidad, veracidad, rendición de cuentas, diálogo, compromiso, son las primeras palabras que quieren oír quienes se proponen cambiar las costumbres políticas. Algo similar a aquello que surgió en los ochenta alrededor de Galán y quedó materializado en el movimiento que llevó a la Constitución de 1991. Un intento de resucitar virtudes cívicas propias de un Estado de Derecho eclipsadas por la cultura del dinero fácil, el atajo y el matoneo.

En el ámbito global, un ambiente de desconfianza y de insatisfacción ciudadana con la política pone en jaque a los gobiernos y lleva a una crisis de autoridad, como lo revela una encuesta publicada ayer por el New York Times.  No pocas veces las tiranías se envuelven en ropajes democráticos y se cuestiona al Estado, al sector privado y aún a la Iglesia por negligencia, incompetencia, corrupción, opacidad y concentración de poder.

La propuesta de hoy es pasar de epopeyas lideradas por caudillos a acciones públicas ejecutadas por ciudadanos; de la grandilocuencia de héroes y mártires a actos eficaces de la gente del común en la defensa de sus derechos; de mesianismos perpetuos a presidencias controladas y efectivas; y de un ejercicio vertical, jerárquico y autoritario de la política a otro horizontal, participativo e igualitario de ésta. Ha comenzado a renacer una exigencia de pudor en el accionar de lo público, lejano del moralismo fanático neoconservador.

Detrás de todo se encuentra lo que Walzer describe como un dilema ético central de la vida política: si alguien puede triunfar en ella sin ensuciarse las manos. Confabular, mentir y manipular forman parte de los códigos de comportamiento aceptables en su ejercicio. Personas decentes que entran a la política pronto van a enfrentar la lección que Maquiavelo se propuso enseñar: la de “cómo no ser buenos” para alcanzar o ejercer el poder. A ello habría que agregarle, en una realidad como la nuestra, las maniobras del crimen organizado para convertir la política en un rehén de su causa.

Por ello, la renovación de las reglas del debate democrático apunta a rediseñar el sistema desde abajo, devolviendo poder de cara a la ciudadanía por la vía de sus derechos y rescatando valores cívicos archivados que logren vencer la impotencia de la política para cambiar el futuro con imaginación, coraje y optimismo.

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