De Nobeles nobles e innobles

Klaus Ziegler
23 de abril de 2014 - 11:00 p. m.

En las artes, mucho más que en las ciencias, los juicios estéticos y los criterios de valor suelen ser etéreos.

De ahí que a la hora de otorgar el premio Nobel ni siquiera los expertos se ponen de acuerdo. No todos ven en la figura de Mario Vargas Llosa un candidato digno del máximo galardón, para dar un ejemplo, aunque pocos dudan de cuán sensata fuera la decisión de la Academia Sueca al laurear a Gabriel García Márquez. Su obra, universalmente reconocida, ya hace parte de los clásicos hispánicos de todos los tiempos.

Borges, sin embargo, al parecer nunca sintió gran aprecio por el creador de “Cien años de soledad”, a quien siempre consideró muy inferior al autor de “Pedro Páramo”. Y en cierta ocasión, el siempre feroz y bilioso Fernando Vallejo no se ahorró ironías para degradarlo, cuando escribió: “…Cuando te acusen de plagio me llamás a mí, Gabito, yo te defiendo. A cambio vos me vas a enseñar a ser autor omnisciente y a leer los pensamientos”, refiriéndose con sorna a la marcada preferencia del Nobel colombiano por la narración en tercera persona, una forma inadmisible en la mente axiomática del autor de “La virgen de los sicarios”.

¿Merecía Juan Rulfo el Nobel? No obstante lo exiguo de su obra, se lo merecía tanto como el mismo Borges, aunque estoy lejos de ser crítico literario, y juzgo sus obras como lo hacemos casi todos: porque son memorables, porque las disfrutamos. En cuanto a García Márquez, debo reconocer que me maravilla más Borges, me seduce más Rulfo, y ninguno de ellos me parece comparable con el gran Bertrand Russell. No es un juicio de valor, solo cuestión de gustos.
Pero no todo es relativo. Más de uno coincidiría en tachar de imperdonables las omisiones de la Academia Sueca al dejar de lado algunos inmortales: Valéry, Proust, Joyce, Nabokov. En una oportunidad, Vargas Llosa dijo sentirse orgulloso de pertenecer a ese grupo de distinguidos “Anobeles”. No sé qué dirá ahora. De otro lado, hay galardonados, en mi opinión, inexplicables: Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, incluso Pablo Neruda. Y, ¿cuál fue el legado trascendental de Orhan Pamuk?, se preguntan algunos.

Pero incluso en el ámbito de las ciencias, donde los criterios de valor se muestran más objetivos, existen así mismo Nobeles inmerecidos y omisiones inexcusables. En 1949, el máximo galardón en medicina y fisiología se confirió a dos neurocirujanos, Walter Hess y Antonio Moniz, por haber descubierto el supuesto valor terapéutico de la lobotomía. Una década después, el brutal procedimiento fue proscrito debido a sus terribles efectos secundarios (Moniz pasó los últimos veinte años de su vida confinado a una silla de ruedas después de que uno de sus pacientes psiquiátricos le propinara ocho balazos).

En 1927, el psiquiatra Julius Wagner recibió el Nobel por el descubrimiento de la piroterapia, técnica según la cual podía curarse la locura induciendo cuadros febriles en los pacientes. Un año antes, Johannes Fibiger había sido laureado por haber “resuelto el enigma del cáncer”, patología de origen inflamatorio, de acuerdo con las conclusiones del médico danés. Y entre los casos inexplicables: Albert Einstein, aunque recibió el Nobel de Física por dilucidar el efecto fotoeléctrico, nunca fue galardonado por su Teoría general de la relatividad, obra que, junto con “Los Principia” de Newton, quizá sea la más grande jamás concebida por el intelecto humano. Y es sorprendente que el nombre de Rosalind Franklin apenas se mencione, no obstante haber jugado un papel primordial en el descubrimiento de la estructura helicoidal de la molécula de la vida.

Algunos se preguntan por qué no existe el premio Nobel de matemáticas. Una leyenda urbana le atribuye el pecado a Mittag-Leffler, matemático sueco de quien se dice haber tenido una affaire con la mujer de Alfred Nobel, y quien hubiese sido candidato seguro. La historia es improbable, pues Nobel jamás se casó. Y de sus dos amores, Sophie Hess y la baronesa Bertha von Suttner (primer nobel femenino), no existe evidencia de que Mittag-Leffler siquiera las hubiese conocido. Resulta más razonable pensar que un inventor de explosivos encontrara en las matemáticas una disciplina poco útil, una de escaso beneficio para la sociedad. Quizá para compensar esa omisión se creó décadas después el Nobel de Economía. Como se afirma, medio en serio, medio en broma, este el único premio al cual pueden aspirar especialistas de escuelas opuestas, no obstante predigan lo contrario.

Pero si en literatura o en ciencias se han otorgados premios inmerecidos, existe el Nobel de la Paz, que en más de una ocasión debió haberse llamado “Nobel de Guerra”. Uno de los primeros Laureados fue Theodore Roosevelt, aquel presidente norteamericano que se refiriera a la masacre de los Cheyennes como “una acción legítima y necesaria para limpiar de salvajes las fronteras naturales de la gran nación americana”. No son pocos los criminales de guerra galardonados que hubieran terminado tras las rejas si en el mundo la justicia no la impartieran los vencedores. En ese pódium de la infamia se encuentra Henry Kissinger, acusado de estar involucrado en las políticas de terrorismo de Estado durante los regímenes dictatoriales del Cono Sur. A su lado figura Menachem Begin, líder del grupo terrorista Irgún, responsable de la masacre de niños y mujeres en el poblado palestino de Deir Yassin, en 1948. Y, quizá para desagraviar a terroristas del bando contrario, en 1994 el Nobel de Guerra se le otorgó esa vez a un miembro de Al-Fatah: Yasser Arafat.

Nobeles de paz también los hay para defraudadores: Barack Obama, quien se hizo elegir con la mentira de poner fin a la ignominia de Guantánamo, le ha hecho honor a su galardón de “hombre de paz”, al convertirse en el presidente norteamericano que más dinero ha invertido en el desarrollo de tecnología militar desde la Segunda Guerra Mundial.

Es difícil comprender cómo los admiradores de Kissinger, Begin o Arafat hayan podido omitir el nombre de Kurt Waldheim, condecorado Caballero de la Orden de Pío IX, por Juan Pablo II, en reconocimiento a sus contribuciones a la paz mundial. Hoy sabemos que las “contribuciones” de este exoficial de inteligencia de la Wehrmacht también le valieron una condecoración del alto mando militar alemán por sus servicios en unidades encargadas del asesinato de civiles y de la deportación de judíos a campos de exterminio.

La voz de Waldheim perdurará para siempre en una grabación que sobrevivirá a nuestra especie. La nave Voyager 1 lleva un disco de oro, y grabado en él hay un mensaje de paz del otrora Secretario General de la Naciones Unidas. Desde la perspectiva de la sonda, hoy en tránsito hacia el vasto y gélido espacio interestelar, nuestro Sol es apenas un punto de luz indistinguible entre millones de estrellas más, y nuestra Tierra, una mota de polvo invisible donde se confunden los nobeles magnos y los nobeles bárbaros.

 

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