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De nuevo, Paul

Sergio Otálora Montenegro
13 de abril de 2012 - 10:04 p. m.

Hace varios años dejé de comprar su música o, mejor, las variaciones que hacía sobre el mismo tema: las blancas mirlas, las mirlas blancas y las mismas mirlas.

Era predecible, meloso, narcisista. Recuerdo que en uno de sus discos,  en los años ochenta, decidió darse a sí mismo un latigazo: le injertó a Eleanor Rigby, esa inmensa canción repleta de violines y de poesía, una sección de música brillante perfecta para un consultorio de dentistería.

Cuando ya estaba en lo fino de su madurez,  llegando al vértigo del quinto piso de su vida, parecía más un ave rara del pasado, que un bicho creativo del presente o del futuro. En ese entonces, se agarró del éxito de Michael Jackson, por ejemplo,  para hacer, de nuevo, una tonadita de amor insulso en compañía de ese arcángel maldito que, años después, con los miles de millones de su fama, compraría el catálogo completo de los cuatro iluminados de Liverpool.

De manera desesperada,  Paul trataba de mostrarle al mundo, lo que el mundo ya sabía pero él mismo parecía no entender: que la huella que había dejado era profunda, su creatividad fue la semilla de una manera inédita de entender la música y la realidad. Pero ante la insistencia de lanzarle mandobles al fantasma de su camarada muerto a destiempo, parecía que lo perseguía una sombra increíble: el complejo de Salieri.

¿Cómo un tipo que había logrado tocar la gloria con sus propias manos se le ocurría, una eternidad después,  pedirle a Yoko Ono, la otra cara de Lennon, que los créditos de Yesterday no fueran el clásico tándem Lennon-McCartney, sino Mc Cartney-Lennon, como si por ese sólo hecho, cambiara la historia de una composición que se convirtió en  la más interpretada, por diferentes artistas, en la historia de la música popular?

Pero llena estadios y ya en los escenarios del nuevo milenio, con la revolución tecnológica que en segundos hace lo que, en los años sesenta, tomaba horas de trabajo, de imaginación y de viajes de ácido, la presencia de Paul  McCartney cambió de tono, de color: él mismo es pasado y presente, la actualización de la nostalgia. Cuando un día vencí la prevención que me generaba este ex beatle ególatra, decidí sentarme, en compañía de mis propios espectros, a ver el famoso concierto de la Plaza Roja, en 2003, y fue como una revelación: con su vejez en tierra derecha, con su bajo de siempre, y esa aparente ingenuidad de otros tiempos, este tipo, despojado al parecer de las mezquindades  de la fama, comunicaba al resto de los mortales que su energía creativa sigue intacta,  que es capaz de conmover a varias generaciones que comparten esa rara alquimia del arte intemporal.

Fíjense: acaba de lanzar su enésimo disco, mi hijo adolescente, que toca piano y le apasiona la música en cualquiera de sus presentaciones,  lo compró, no es rock, no es un puñado de baladas romanticonas para jovencitas despechadas. Es jazz, Paul canta, no más, y hace magia, rodeado por una orquesta de músicos virtuosos. A pesar de que son composiciones de los años cuarenta o más antiguas, parecen de hoy, su voz está intacta, tiene la virtud de entretejer dos tiempos que parecían opuestos.

Para mi los Beatles son una música que se remonta a mi infancia. Sin embargo, cada vez que me sorprende, en la radio, o en YouTube, una canción, una imagen de ellos, no siento la pesadez del tiempo, esa sensación de anquilosamiento o, mejor, de ridículo anacronismo que hay en las cosas viejas. Hace poco, en una entrevista para la revista Rolling Stone, Mc Cartney dijo que a veces cree que va a morir en el escenario.

El tipo me caía pésimo, pero ahora creo que su carrera, su puesta en escena, su pasión por lo que cree y en lo que se ha jugado la vida,  es lo que lo mantiene vigente. Y llegará a Colombia, no como una reliquia (habrá quien no tenga ni idea de quién es ese cuchito) que recorre sus pasos para morir en el olvido, sino como un artista que tiene algo qué decir. Ojalá no lo apabullen el frío y la altura.

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