¿De qué te quieres morir?

Héctor Abad Faciolince
05 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Tengo un personaje de una novela que se tiene que morir, pero no sé de qué matarlo. En estos días, a causa de una charla que tenía que dar ante un grupo de cardiólogos, estuve investigando sobre el corazón. Todos los asuntos simbólicos y reales que hay alrededor de esa víscera cargada de metáforas son fascinantes, y sin embargo el infarto es una muerte —en general— muy poco poética. En el siglo XIX, cuando los escritores tenían que matar a su héroe o a su heroína, casi siempre recurrían a la tisis. La tuberculosis es suficientemente larga como para hacer despedidas, prolongadas estadías y separaciones en los sanatorios de montaña, curas aparentes, regresos y reencuentros, recaídas, y al fin una muerte dramática entre accesos de tos, esputos sanguinolentos, flacura y palidez extrema, y altas posibilidades de contagiar del mismo mal al amado o a la amada.

Las enfermedades venéreas no están mal si uno quiere darle a su personaje cierto aire de crápula. La sífilis, con todas sus secuelas, era útil para darles a los escritores pedagógicos el escenario perfecto para apuntar con el dedo índice y certificar un castigo divino. En el último cuarto del siglo XX, con buenos remedios específicos contra la tisis y la sífilis, la enfermedad terminal predilecta y más usada por mis colegas fue el sida. Durante tres decenios fue una enfermedad larga, incurable, fácilmente asociada a los excesos de droga o a la promiscuidad, y en el caso de mujeres castas contagiadas por sus maridos, una buena manera de denunciar la hipocresía y maldad de varones cobardes y disolutos.

El cáncer, con sus orígenes oscuros y misteriosos —sugiere Foster, un estudioso del tema— se presta para subrayar las paradojas de una muerte injusta. Si el personaje es bueno e inocente y además está en la cúspide de la felicidad y de la vida, un cáncer incurable le proporciona ese destino trágico que nos convence de que no puede haber un dios que permita un desenlace así. Ahí los escritores podemos explayarnos en todos los vericuetos del absurdo. Y aquí vuelvo al infarto: por mucho que la enfermedad coronaria se pueda usar para poner en acto abusos o traiciones que terminan por “romperle el corazón” a la víctima, el machetazo es tan cruento y el desenlace tan rápido que casi no da tiempo para pensar en nada.

Como uno es hijo de su país y de su tiempo, sería posible mirar, en aras de la verosimilitud, de qué se muere la mayoría de personas en la franja de edad y en el género del personaje del que tenemos que deshacernos. Los homicidios, las enfermedades pulmonares y los accidentes de tráfico son buenos candidatos. Pero ahogarse en el mar o en una laguna produce muchas más evocaciones e imágenes que una muerte de asfixia por epoc y conectados a una pipeta de oxígeno. Y el accidente de tráfico es tan brusco y devastador que nos quita todo el ánimo de seguir leyendo e incluso de seguir escribiendo. Nos queda la violencia, el asesinato. Lo que pasa es que en los últimos decenios no hay novela colombiana en la que no maten a alguien. A golpes, a cuchillo, de balazo, de rabia, de violación, de secuestro… Las variaciones se acaban y uno termina por cansarse de tanta sangre.

¿Qué nos queda? El rayo, el veneno, las culebras, una nube de abejas africanas, una bacteria hospitalaria, un suicidio, una eutanasia. Como dice el pueblo, de algo nos tenemos que morir. Pero hay muertes de muertes y, en palabras de Petrarca, “un bel morir tutta la vita onora”. ¿Cuál era la muerte honorable para el poeta toscano? Morir de amor; que el certero Cupido le atravesara el pecho con sus flechas. Morir de amor, matar de amor, matarse por amor. No, tampoco me convence esta muerte a estas alturas de la vida. Creo que no me va a quedar más remedio que concederle el indulto a este personaje. Así tenga que morirse, voy a dejarlo vivo. El libro puede acabarse sin que se sepa su último destino. Nadie sabe tampoco de qué se murió Sancho Panza, y puede que esté vivo.

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