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De víctimas y victimarios a seres humanos

María Antonieta Solórzano
27 de septiembre de 2015 - 02:00 a. m.

El anuncio de que los acuerdos para suscribir la paz llegan a la recta final suscita distintas emociones, desde profunda incredulidad hasta esperanza, desde desconfianza hasta alivio.

Nadie lo duda, la paz es mejor que la guerra, construir mejor que destruir. Sin embargo, convertir a un enemigo en alguien confiable no es un decreto, exige una transformación interior que surja del libre albedrío.

Las preguntas son muchas: ¿Estaremos listos para sentirnos en paz? ¿Podrán la víctima y el victimario perdonarse a sí mismos? ¿Podremos reconocer que devolver la dignidad y el futuro de toda víctima es responsabilidad de todos y no exclusivamente del victimario? ¿Podremos reconocer que devolver al victimario su posibilidad de vivir en paz es también una tarea que nos compromete?

Estamos acostumbrados a vivir en medio del conflicto armado, sentirnos amenazados es tan normal que parece impensable otra clase de cotidianidad.

Pero sobre todo, como hemos olvidado que aquel a quien vemos como enemigo o aquel que nos ve como su enemigo es también un ser humano, imaginar que lo tratamos con respeto o creer que él puede reconocer nuestra dignidad es sencillamente impensable.

El obstáculo para la transformación de nuestro mundo interior está precisamente ahí, en esta difícil aunque entendible condición interna: al sabernos el objetivo “militar” de otro, nos convertimos en protagonistas de un círculo vicioso de persecución, donde somos, en simultáneo, víctimas y victimarios de alguien a quien deshumanizamos y que en consecuencia nos deshumaniza.

Durante la Primera Guerra Mundial, en una nochebuena los soldados de la trinchera alemana a cincuenta metros de la inglesa se las arreglaron para comunicarse entre sí y celebrar con cantos la navidad. Cuando los comandantes de ambos ejércitos se dieron cuenta de la situación, interrumpieron el festejo. La razón era que si se hacían amigos ya no podrían matarse.

La paz social exige generar en nuestro mundo interior un espacio donde víctima y victimario se hayan convertido en seres humanos legítimos.

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