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Del “antisemitismo grotesco”

Lorenzo Madrigal
12 de mayo de 2013 - 11:00 p. m.

Mis respetos para el escritor y amigo, Héctor Abad Faciolince. Me une con él, además, la veneración por su padre, mártir de los derechos humanos.

 Y, como si fuera poco, la antioqueñidad, aquella de tiempos idos, la que nos sabía a los raizales, algo así como a desayuno con arepa y mantequilla.

Estas salvedades para expresarle que no entiendo por qué en una de sus últimas columnas menciona, como si fuera asunto sabido, el “antisemitismo grotesco” (¡vaya!) de Laureano Gómez, líder del siglo pasado, al cual no dejan de lloverle improperios, al parecer ligados connaturalmente con su nombre. Lo malo que se dice de él pareciera estar libre de toda prueba.

No corrieron la misma suerte otros jefes políticos de su tiempo, intensos y sectarios, a quienes protegió por años la prensa de su partido, hasta encumbrarlos a los bronces de parque y a los mejores lugares de la historia. Reconozco que de Laureano hay en Bogotá una especie de aerolito, volado alguna vez y de contextura espacial, como si hubiera llegado en la comitiva de una estrella fugaz.

Yo puedo leer en el libro El cuadrilátero, obra de Laureano (Librería Colombiana, 1935; Compendio de obra de Ricardo Ruiz Santos, tomo III, 1989), la más enjundiosa crítica del jefe conservador al antisemitismo alemán de los tiempos de Hindenburg y a la doctrina Fichte (la del origen cuasi divino de la raza aria), seguida a pie juntillas por Hitler, el canciller que usurpó el poder absoluto en la decrepitud del mariscal. De Adolfo Hitler tiene el escritor las peores alusiones a su crueldad, dice de él que no es un grande hombre y lo marca con el apelativo de “sanguinario conductor”. Y esto se dice en los preludios de la segunda guerra, anticipándose a la guerra misma y al Holocausto. Para esa fecha (el escrito-conferencia es del 34) había alguna admiración por el líder teutón que surgía inmarcesible y poderoso.

Sobre el tema, quiero anotar también que si en la Bogotá de los años cuarenta algún periodista denigró de los comerciantes de telas de la pequeña ciudad, fue, sin duda alguna, ocasional e injusto. Inmigrantes diversos eran llamados judíos, por cierto muy apreciados por las amas de casa, ansiosas de artículos (buenos, bonitos, baratos). Eran vendedores honrados y ordenados, instalados en locales tan sencillos como su contabilidad. No había en el público aversión alguna contra la población judía, sabido el respeto que siempre se ha tenido en Colombia por el extranjero.

***

En mi pasada nota confundí el apellido Calderón con Alarcón. Se aclaró oportunamente en la edición digital, pero en la impresa quedó como si al importante empresario don Ricardo Alarcón le hubiera sucedido algo y no al colega Ricardo Calderón, a quien Dios guarde.

 

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