Del fin del mundo como juego

Juliana Muñoz Toro
10 de marzo de 2017 - 04:04 a. m.

Vivimos en un constante vaticinio del fin del mundo, como cuando lo anunciaron Nostradamus y, supuestamente, los sabios mayas. Tal vez el mundo se ha acabado unos cientos de veces ya, sólo que nunca lo notamos. Así, por el final, empieza Animales del fin del mundo (Alfaguara), la primera novela de la escritora colombiana Gloria Susana Esquivel.

El día de la profecía, Inés —la niña pájaro, niña animal salvaje, niña planta ornamental— conoce a María —la niña gato—. María es a la vez un reflejo invertido; el símbolo del “otro”, el de clase baja, el migrante. Una construye la identidad de la otra, y viceversa, y juntas logran llenar el vacío de risa en una casa de viejos.

La inocencia es una piel de serpiente a desprenderse. Estamos ante el eclipse del mundo que puede crearse en la infancia. No hay un apocalipsis, pero afuera escuchamos las bombas, las ambulancias, el terror. Inés se transforma en los distintos animales de este fin como su manera de refugiarse ante el absurdo de los adultos, de lograr estar con su padre —el animal acuático—, de enfrentar a su abuelo —la bestia— o de pasar desapercibida al lado del hombre que duerme en la acera —el lobo—. Es un juego, el suyo, tan trascendental como todo lo que ocurre en la niñez.

En la ilustración de la portada (que merece un reconocimiento especial para la artista Herikita con K) también se anuncia esa fauna, pero dispersa en un árbol genealógico. Llevamos tatuada la huella animal de nuestros ancestros.

Animales del fin del mundo se funda en pequeños instantes y en imágenes sutiles, como la niña haciendo funambulismo sobre el padre o el beso inocente bajo las sábanas que arroja los primeros visos del erotismo. Ella también es una observadora sin prejuicios del sexo de su abuelo, de su padre, de su madre.

La soledad fluye a través de todo el relato. Inés vive “perdida entre los infinitos rincones de la casa y sus silencios” y a la vez tiene conciencia absoluta del espacio. Es un solo tiempo, pero hay múltiples vivencias. El lente está en la niña, las plantas de la habitación, los murmullos de los grandes, los dedos de la madre que trenzan el cabello como una forma muy íntima de diálogo.

La escritura de esta novela tiene poesía y paciencia, que son como los pies de un niño. En este caso, de una pequeña que también comprende zonas oscuras, que es tierna y salvaje, que nos desafía tal vez diciendo: ¿qué es la adultez sino unos zapatos grandes que se arrastran?

 

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